El pasado 15 de este mes muchos medios de comunicación publicaban una foto en la que aparecían el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el presidente catalán, Pere Aragonés, en el Palau de la Generalitat, durante la visita del primero con motivo de la celebración de la reunión inaugural de eso que se ha dado en llamar ‘mesa de diálogo’. En esa foto se mostraban los dos mandatarios sentados en sendos sillones, y lo que llamaba la atención era la escasa altura de los mismos. Una altura que si hacía que Pere Aragonés se hallase sentado correctamente, no ocurría así con Pedro Sánchez, que aparecía casi como en cuclillas, en una forma desairada de estar. 

En política, el protocolo no es baladí, porque cuando dos mandatarios se encuentran (y la Generalitat con su puesta en escena ha querido dejar claro que era un encuentro entre dos hombres de Estado), todos los detalles se estudian con detenimiento, así es que la elección de los sillones en los que habían de aparecer fue estudiada también, y teniendo en cuenta la diferencia de estatura física de ambos presidentes, da la sensación de que la elección de estos sillones fue muy meditada. 

El resultado fue la extraña postura del presidente español, que más que sentado aparecía casi encogido ante el otro presidente que mantenía una adecuada postura en su sillón. Gracias a que la escena para el diálogo contaba con una mesa y unas sillas apropiadas para la ocasión, en la que no estaban todos los que son, aunque fuesen todos los que estaban. 

Y me explico: En las ultimas elecciones catalanas, celebradas el pasado febrero, es cierto que la suma de los partidos independentistas alcanzaba un 51% de los votos, cuando en 2017 se quedaron en el 47,5%. Es cierto también que tienen una mayoría de escaños, pero no pueden hablar de mayoría social independentista cuando la abstención nos revelaba de cansancio y hartazgo por parte de una parte de la sociedad catalana, «harta ya de estar harta», de que el Govern se dedique más a sus obsesiones que a arreglar los muchos problemas que tienen los ciudadanos. Por cada tres personas que votaron en 2017, en las últimas elecciones solo lo hicieron dos. Es decir, el grupo más numeroso fue el de los abstencionistas, casi el 50% de los electores. Pensar que aquellas elecciones invistieron de absoluta legitimidad al actual Govern como para decidir lo que quieren hacer con Cataluña de forma unilateral, no contando con el resto de catalanes, es una absoluta barbaridad. 

Los independentistas hablan continuamente, de manera eufemística, de diálogo, cuando lo que quieren es imponer sus puntos de vista al resto de los catalanes y al resto de España también. Y si el diálogo es una forma natural de construir conocimiento a partir del intercambio de saberes, de dudas, de creencias, como la única manera de generar una profunda reflexión, no es posible imaginar que ese diálogo se lleve a cabo dejando fuera del mismo a una parte de la sociedad. 

Si los soberanistas no tuviesen ese tufillo a totalitarios que les acompaña, lo primero que hubiesen hecho es organizar una mesa de diálogo, sí, pero con la otra parte de la sociedad catalana que no lo es. Y poner sobre esa mesa las ideas de todos los actores participantes, no solo las de una parte, como única manera de encontrar caminos de entendimiento. Y sería tras esta mesa de diálogo entre toda la sociedad catalana cuando se debería de organizar otra con el Gobierno central para que todos, todos, pudieran expresar sus puntos de vista, su visión del Estado. Tal y como se ha planteado, con desprecio absoluto a la mitad de la sociedad catalana, no tiene sentido.

Que el Gobierno Central quiera sentarse con los independentistas para fomentar el entendimiento solo puede parecernos bien. Lo que no puede parecernos de igual manera es que ese diálogo solo se abra con la mitad de los catalanes.