Estas vacaciones de agosto decidimos hacer una escapada a Nerja sin casi acordarnos de que aquel pueblo del litoral malagueño había sido el escenario de la legendaria serie de televisión Verano Azul. Viajar a Nerja al final se convirtió en un viaje al pasado. El viaje geográfico fue un viaje cronológico. Un viaje a nuestra niñez, una travesía de recuerdos a través de cuarenta años que se han estado repitiendo en nuestra memoria de manera ininterrumpida. La niñez, ese territorio mítico que siempre está ahí agazapado, es un lugar en el que nos refugiamos de vez en cuando. Una especie de guarida secreta que nos mantiene a salvo del mundo salvaje de los adultos. Y cada verano es todos los veranos de nuestra vida. Cada cual guarda en su corazón un trozo más o menos grande del niño que fue, y es nuestro deber mantenerlo a flote si no queremos que las procelosas aguas del tiempo lo precipiten a sus abisales fondos.

Nuestra niñez son recuerdos de todos los veranos. De playas, atardeceres, sal, amigos, amor, paellas, helados, de personas que hemos conocido y de canciones. Chanquete, Tito, la cala Chica, la taberna del Frasco y bicicletas infinitas. 

En Nerja me reencontré con ese niño que veía Verano Azul y estuve paseando con él por las calas, el chiringuito del Ayo, el mirador de Europa, la casa de Julia y La Dorada, el barco de Chanquete, que ahora reposa en forma de réplica en el parque dedicado a la serie creada por Antonio Mercero.

Y en este viaje-trance a Nerja-infancia me vi en la necesidad de revisitar los episodios, uno por uno, de Verano Azul. Diecinueve episodios que contienen una vida, muchas vidas, mi vida. Una serie que parece un resumen de la vida. Desde el encuentro inicial de unos desconocidos a la despedida inevitable. La existencia y el verano, la muerte de Chanquete y el final de un estío que cambió la vida de una pandilla de niños. Que cambió la vida de toda una generación. Una banda de chavales que somos todos nosotros. 

Ahora, vuelta a ver con los ojos de un adulto, he encontrado otra serie que está contenida en la serie infantil. Historias que hablan de la vejez, la pérdida, la soledad y la tristeza. Un canto a la amistad y una celebración de la niñez. El primer amor y el amor que nunca fue. El tiempo que nunca vuelve. El éxito y el fracaso, ecología y magia. El conflicto generacional. La naturaleza, la contaminación y la explotación inmobiliaria salvaje que amenaza nuestro mundo. Como si la artificialidad del hombre fuese el gran enemigo que se cierne sobre la idílica realidad de sol radiante y bellas playas azuladas que es la infancia. 

Porque el verano de color azul es la metáfora profunda de la niñez y la inocencia del hombre que viaja hacia el otoño de la vejez. Nerja es el paraíso perdido, porque todo paraíso ha de perderse para que se erija como paraíso. Por eso la serie Verano Azul es un edén, porque tuvo lugar en nuestra niñez perdida. Pero cada vez que lo necesitemos podemos volver a él. Enchufar el televisor y escuchar los consejos del afable Chanquete; la voz dulce de Julia. Las bromas y la risa cristalina de Tito. El corazón dividido de Bea o la incipiente madurez de Javi.

Verano Azul ya es nuestra, porque es un trozo de nuestra memoria. Y por muy lejos que esté Nerja, ahora que mi viaje ha llegado a su fin, sigo paseando por sus blancas calles, sus calas salvajes y hablando con sus personajes. La Dorada sigue surcando nuestro horizonte y siempre lo hará.

Cuando acaba el viaje, un trozo de nosotros siempre se queda en la ciudad o el país en el que hemos estado. A cambio nos traemos recuerdos nuevos, olores, experiencias ajenas. Pero esta vez, un trozo de mi yo adulto se ha quedado en Nerja y a cambio he recuperado un poco del niño que fui.