Es el verano del amor en París. O al menos eso es lo que su Instagram se empeña en restregarnos a todos en la cara a todas horas. Yendo un paso más lejos, eso es lo que yo quiero pensar. Igual ella se limita a, como todos los demás, compartir su vida en vacaciones. Solo que está enamorada y en París. No sé, quizá soy un poco imbécil, pero preferiría que cuando sube las fotos cuidadosamente encuadradas con esa luz natural que solo consigue un ático sin edificios a la misma altura de sus pies entrelazados con los de otro hombre, estuviese pensando en lo mucho que me va a doler. Pero quizá simplemente está enamorada y ya apenas piensa en mí. Ni para bien, ni para mal.

Es el verano del amor en París y como yo me quede un par de minutos más en este balcón de La Alberca se me va a caer a jirones la piel de la espalda. Me sudan los sobacos de una forma antinatural. Siento que quizá me resbale con mi propio sudor y me caiga por la barandilla. Ojalá que no, porque yo no estoy en un ático si no en un puto primero. Con mi suerte me partiría una pierna a tan solo tres días de mis vacaciones. Este pensamiento me eriza la espalda. Joder, es justo lo que me haría a mí mismo si fuese el narrador de esta historia de mierda. Al menos eso le daría un mínimo de interés. Arrojo el cigarrillo a la calle y me vuelvo a meter al piso. 

Allí, una mujer mira el móvil justo tapada hasta las tetas con una sábana en el sofá cama abierto. Como si estuviésemos en una película y, una vez terminada la escena sexual, no estuviesen permitidos los desnudos. Salvo si me enfocan a mí, claro, con todo el pack completo de gónadas colgantes bamboleándose de un lado a otro conforme voy dando pasos. Pero nunca se enfocan esas cosas en el cine. Quedan antiestéticas. No sé cómo pedirle que se vaya. Ahí lo tenéis, ese es el conflicto de esta historia, de este relato. Esa es la puta mierda de drama que Javier Gutiérrez está viviendo. Su exnovia, de la que sigue perdidamente enamorado como habrá resultado evidente, está de viaje en París con su nuevo amante mientras él se debate entre hacer lo que realmente le apetece (echar a esta tal Natalia de su casa) o lo que se supone que debe hacer, que no es otra cosa que cumplir con su palabra de echar otro casquete porque el primero ha sido sumamente insatisfactorio para ambas partes. Y encima estoy pensando en mí mismo en tercera persona. Como si fuese Aída Nízar o algo. 

Las mujeres tienden a pensar en que un hombre ha resultado satisfecho por el mero hecho de correrse durante el sexo, pero en realidad para un hombre el mero hecho de correrse no tiene ningún tipo de validez. Los hombres (casi) siempre nos corremos. Eso no es indicativo de nada. Para mí también ha sido una mierda de polvo, es lo que quiero decir, aunque ella piense que ha sido por culpa mía. El hecho de que me haya corrido ridículamente rápido no es un indicativo de que estaba disfrutando sobremanera del teje-maneje. En realidad, no es un indicativo de nada. Ha ocurrido. Estoy rayado. Estoy nervioso. Estoy triste. Supongo que en realidad no quería echar ese polvo. Bueno, ha pasado, joder. 

Y ahora ella espera que yo ponga algún tipo de solución al asunto y en realidad yo lo único que quiero es que se pire y me deje en paz, recreándome en mi miseria y soledad otra tarde de agosto. No sé por qué cojones he pensado que follar con una completa desconocida que me da exactamente igual iba a ser mejor que pasarme la tarde haciéndome pajas e intentando conseguir el platino del Bloodborne, pero no lo es. No lo es en absoluto, vaya un pijo. Tampoco está siendo exactamente terapéutico, pero me imagino que eso es algo que debería decidir a posteriori. 

«Solo hay una forma de hacer que se vaya, Javi», vuelvo a pensar en tercera persona. A veces en la vida hay que apretarse los machos y salir a la arena escupiendo al puto suelo, aunque sea sangre lo que uno espute y su ex no agite pañuelos en la grada si no las bragas a miles de kilómetros de distancia. Así que basta de metáforas taurinas, pienso mientras le quito la sábana de encima a Natalia y me tumbo con la cabeza entre sus piernas, y a la faena. Mierda. 

Cuando todo acaba, tras una cantidad innecesaria (para mí entender) de peticiones de ‘pégame’, de sobeteos en la cara (que no sé muy bien cómo comulgan con lo otro, la verdad) y de anuncios a los cuatro vientos de que ya viene (además casi que desde cinco minutos antes, como si fuese un jodido tren), consigo cortar oreja sin ganas. Joder, otra que se me escapa. Así, sudoroso y jadeante, echado en la cama, ella se me abraza al pecho y, mirando al techo, me doy cuenta de que la solución va a ser peor. No piensa irse. Al menos no de momento. Joder. Necesito salir al balcón a echar un piti, a ver si de verdad acabo ardiendo, o me caigo, o al puto narrador de esta historia (sea quien coño sea) le da por aliviar este sufrimiento sin sentido que experimento de alguna forma.