Desde el piso donde paso unos días de vacaciones observo el balcón de una de las viviendas de enfrente prácticamente cubierto por una bandera de grandes dimensiones del Reino de España. Estoy seguro de que sus propietarios se sienten los más españoles de la urbanización, a pesar del rival que les ha surgido varios balcones más a la derecha, cuya españolidad, no obstante, se me antoja algo menor habida cuenta de que su enseña, en la comparación, pierde debido a su más reducida superficie. Españolidad como la que exhibió aquel murciano que, tras ser requerida su opinión respecto a la propuesta ultraderechista de que el alumnado estrenara sus clases matutinas vibrando de patriotismo al escuchar el himno nacional, espetó al reportero que le acercó la alcachofa que una regresión de esa naturaleza, que nos conduce por el túnel del tiempo a los años 60 del pasado siglo, sólo podía molestar a los enemigos de España.

Pero para españolidad de verdad la de quien se ha conformado como líder natural de una derecha española crecientemente fusionada con su extremo, en relación al cual es ya prácticamente indistinguible. Por supuesto hablo de Isabel Díaz Ayuso. Su mensaje, machaconamente reiterado en estos últimos tiempos, es simple: el Gobierno de Sánchez está secuestrado por los enemigos de España, lo que pone en gravísimo riesgo el orden constitucional. Ya señalé en un anterior artículo que ello es un llamamiento implícito a un golpe corrector que, preferentemente por vía judicial, restablezca la legalidad de la que el Ejecutivo se estaría apartando. Pero ahora no me voy a detener en este asunto, suficientemente tratado, sino que voy a abordar la concepción de España que tienen aquéllos y aquéllas que han hecho de su envolvimiento en la bandera bicolor la razón última de su existencia política, así como la totalidad del proyecto político que ofrecen a la ciudadanía.

Para la derecha española, que nunca rompió su cordón umbilical con la dictadura, España es una entidad monolítica, uniforme, homogénea. Una nación única áspera, conectada con los ancestros históricos que nos remiten a la Reconquista, los Tercios de Flandes o el Descubrimiento de América, elementos evocadores de una proyección imperial.

La idea del español, en esta concepción delirante, se basaría en el estereotipo del individuo blanco, católico, heterosexual, conservador(incluso reaccionario), que se fuma un puro mientras acude, jalonado de banderitas rojigualdas, a una corrida de toros tras asistir a misa de 12.

De la patria este personal arrastra una concepción catastral, en función de la cual aquélla sería una finca de la que obtener rendimientos, no el conjunto de hombres y mujeres que con su esfuerzo y trabajo sacan adelante un país fundado en la solidaridad entre sus gentes.

Ni que decir tiene que su España y sus españoles y españolas sólo existen en su febril imaginación. Esto es una tierra plural, diversa, crisol de culturas y lenguas; una nación de naciones, en suma. Y sus habitantes tienen colores de piel, creencias e ideologías de lo más variado.

Las derechas están demandando, con su idea de España, un proyecto totalitario, aunque lo camuflen bajo la bandera de la reivindicación de la Constitución. Aspiran, con sus ataques a la diversidad y a los derechos, a una reedición, moderna y actualizada(en lo que puede serlo), del nacionalcatolicismo franquista. Y a veces ocurre que se les ve el plumero. Como cuando respaldan a la Hungría de Orbán ante las condenas y amenazas de sanciones de la UE por la deriva autoritaria y neofascista de ese país centroeuropeo. Comportamiento que ha separado a la derecha española de sus homólogas europeas y que pone de manifiesto la tendencia de aquélla a adentrarse por terrenos escabrosos. La cuestión húngara revela, en todo caso, hasta qué punto vivimos tiempos extremadamente cínicos, en los que que se arrogan la exclusividad en la defensa del orden democrático legal quienes no dudan en abrazar causas foráneas no democráticas, que en algunos casos (Vox) se referencian como modelos a seguir.

Pero cuando a la españolidad de la derecha se le caen los palos del sombrajo es en el momento en que los pilares de la nación española, los depositarios de las esencias patrias, son sorprendidos llevándoselo crudo. La monarquía, referente político y moral histórico del conservadurismo español, no pasa, por mor de las andanzas del emérito, por sus mejores momentos. La ciudadanía ha percibido cómo Juan Carlos I, presuntamente, ha servido a su patria: amasando una enorme fortuna irregularmente y llevándosela fuera.

Los Grandes de España, igualmente soportes de los valores hispánicos, transmutados en estos tiempos en los prebostes del Ibex 35, no sólo roban a la ciudadanía a través del dominio oligopólico que ejercen en la banca o la energía, sino que aparecen imputados, por sus conexiones mafiosas con el tal Villarejo, en operaciones de más que dudosa legalidad y moralidad. Por no hablar de esa policía ‘patriótica’ que asimila este adjetivo a venderse a un partido político corrupto para obstruir la acción de la Justicia, además de fabricar pruebas falsas contra la izquierda. O de ese poder judicial en el punto de mira de la Justicia europea por su persistencia en una actitud politizada, de la que se derivan comportamientos impropios de un Estado de Derecho.

Pero claro, todas estas reflexiones las vomita alguien que, desde la perspectiva de mi vecino el de la bandera, no es, ni será nunca, un buen español.