Opinión | Estiajes

Ángel Paniagua

Mientras dure la luz

No quería dejar pasar más tiempo sin dar cuenta, siquiera brevemente, del nuevo libro de Dionisia García, Mientras dure la luz, título en plena sintonía con el campo semántico del crepúsculo al que aludía el de su poesía completa Atardece despacio, publicada también por Renacimiento en 2018.

Como siempre los suyos, estos nuevos poemas de Dionisia discurren suavemente por un valle cuyas laderas, equidistantes, bien podrían ser la de la vida y la del pensamiento: vida como experiencia de lo vivido; pensamiento como constatación y a la vez cuestionamiento de realidades experimentadas por la mente y los sentidos de la poeta, de la persona, en fin, tan expuesta al consuelo de la existencia como a su daño inherente; esa sustancia de pensamiento que ha ido ganándole terreno a la poeta desde su primer —y tal vez más impresionista— El vaho en los espejos (1976) a los inéditos de Regresos que cerraban Atardece despacio.

Los poemas hunden siempre sus raíces en el humus de una anécdota concreta, aunque esta aparezca adelgazada, desprovista de todo lo superfluo o innecesario, como el olivo de Exilios, traído de su entorno natural al centro urbano y arrancado de ahí años después, cuando alguien decide que ya estorba; o la muerte tan solo sugerida en Sin testigos; o el incendio pavoroso de Fuegos, definido por lo en principio menos esencial, el pajarillo que parece que no podrá escapar, pero al final sí logra alzar el vuelo; o como en la escena aparentemente cotidiana de Regreso malogrado, donde con su habitual decir sincopado la viste de cotidianidad y la trasciende luego para convertir el poema en serena pero dolorosa alegoría de la pérdida de memoria del ser amado.

«¿Qué fue de aquella dicha, cuando en la madrugada / paseaban alegres por calles luminosas?», se pregunta en el primer poema, arrebujándose en la inconcreción, como si quisiera evitar que quien lee identifique ese yo lírico con la propia poeta y al ‘ellos’ con ella misma y su marido en los momentos de felicidad o dolor de su vida en común, tan lejanos e irreales. Ahora en cambio, «rememoran momentos deslumbrantes, / el cielo de las noches, que oscurecía el mundo / y albergaba los lechos». 

Pese a encontrarse en el umbral postrero, Dionisia sigue mirando el universo como si fuera nuevo y nos brindara su incansable verdad, y al final, la tensión entre pasado y presente, entre la juventud y la vejez, termina resolviéndose en ese sentimiento de conforme gratitud que aparece en varios poemas del libro, y que resumen bien los versos finales de Reflejos: «¿Afligidos ahora? Es noble la vejez, / si no llega traspuesta, con sus letras cambiadas, y mantiene reflejos de las cosas que fueron».