Leticia Rosino y Cristina Ramos habían crecido juntas en el pueblo de Tábara, en Zamora, que hoy tiene 740 habitantes. Eran amigas desde la infancia, tenían la misma edad, sus familias comparten numerosas fotografías de las dos juntas. Aunque cuando se hicieron mayores cada una tomó su camino, se reencontraban en fiestas, eran de la misma peña y los veranos se visitaban la una a la otra.

En 2018 Leticia vivía en Castrogonzalo con su novio. Una tarde salió a dar un paseo y la interceptó un chico de 16 años que la violó y la asesinó a golpes. Su agonía, según los forenses, fue larga y dolorosa. Pero el asesino solo fue condenado a ocho años de reclusión. Ocho años a cambio de una vida. 

La única razón por la que Leticia fue asesinada fue por su condición de mujer, dado que no existía ningún vínculo entre su asesino y ella.

En 2020, Cristina se separó de su pareja, contra la que se había interpuesto una orden de alejamiento. «Tenía problemas con él, la maltrataba y eso le vino muy grande», declaró su padre. «Cristina tenía altos y bajos, pero aquel parecía uno de sus días altos. Estaba animada, había cogido la bicicleta». Cuando no regresó para recoger a su hijo de 11 años al colegio, sus padres se asustaron, porque era muy metódica. Un cazador encontró su cuerpo en las vías del tren. Según todos los indicios, se había suicidado. 

Cristina padecía un síndrome de estrés postraumático, con un cuadro de ansiedad y depresión, el mismo que experimentan todas las mujeres maltratadas.

Ni Leticia ni Cristina figurarán en los registros de fallecidas por violencia de género. La primera, porque su asesino no fue su pareja ni su expareja. La segunda, porque suex pareja no la asesinó con sus propias manos. 

En un artículo que escribí hace ya dos años sobre el caso Rocío Carrasco, cuando aún no había documental ni visos de que lo hubiera, explicaba yo que la víctima de violencia psicológica nunca puede probar ante un tribunal lo que le ha pasado. Y cuando un niño o adolescente acosado, o una mujer maltratada, se suicida, entonces nos encontramos ante el crimen perfecto, el que no deja huella. El colegio, el entorno y la sociedad culpan a la víctima: estaba enferma, estaba loca, no estaba bien. Si Rocío Carrasco hubiera fallecido nadie culparía hoy a Antonio David, como nadie culpa al exmarido de Cristina León de lo sucedido. Es más, el hijo de Cristina, presumiblemente, se irá a vivir con él.

Ser mujer, nacer mujer, marca. No conozco a ningún hombre que tenga miedo a salir a dar un simple paseo a las ocho de la tarde pensando que si lo hace por un lugar despoblado se juega una agresión, así porque sí, solo por ser un hombre. Como mucho, se juega un atraco, pero no una violación o un asesinato. No conozco a ningún hombre que en una discusión con su novia esté midiendo con cuidado sus palabras, porque sabe que, si su pareja pierde los nervios, le puede tirar al suelo de un bofetón ( el bofetón se lo puede dar, por supuesto, pero él sabe de sobra que, en el 99% de los casos, es más fuerte).

Por eso, por mucho que ahora los vecinos de Tábara hablen del «triste destino y de la aciaga casualidad» que unió a estas dos amigas, esto no fue destino ni casualidad. Esto se llama patriarcado: un sistema de dominio simbólico e invisible que mantiene sometidas a las mujeres.