Hace unos meses, un político español de cuyo nombre no quiero acordarme generó un titular diseñado para ser tatuado a fuego en la piel de todo representante público que se precie: «En política se puede hacer de todo menos el ridículo».

El pasado lunes la maquinaria electoral de Moncloa, ávida de repetir en bucle todas las temporadas de El Ala Oeste de la Casa Blanca y House of Cards, anunció a bombo y platillo el encuentro de dimensiones planetarias (ay, Leyre Pajín) que supondría la entrevista entre el presidente Biden y el esclavo de golpistas Sánchez.

Decía la maquinaria de propaganda oficial que «será una entrevista, no un mero saludo protocolario», y todos los voceros del régimen repitieron hasta la extenuación que qué más daría una simple manifestación contra la mayor traición a la democracia perpetrada nunca desde el Ejecutivo, si el lunes su Sanchidad se iba a encontrar con el líder del mundo libre (que para su desgracia no se llama Pedro ni su segundo apellido es Pérez-Castejón). Relatar las imágenes sería absurdo, esencialmente porque habrán visto miles de memes de ellas, pero háganme el favor de despojarse de la vergüenza ajena para entender la gravedad del asunto frente al que nos encontramos.

El señor que ha hecho un ridículo manifiesto postrándose como un esclavo más ante Joe Biden es el traidor Sánchez, sí, pero ante todo es el presidente de la nación que usted y yo compartimos. El bochorno internacional no lo ha hecho el secretario general del PSOE, ni el marido de Begoña Gómez o el jefe de Adriana Lastra. La imagen patética de un cosmopaleto perdiendo la dignidad para que Biden tenga a bien ignorarlo es el presidente del Gobierno español, y su actuación bochornosa no sólo le deja en mal lugar a él, que poco me parece, sino que nos degrada a todos los españoles a una posición que en absoluto merecemos.

Aspirar a ser un aliado estratégico de EE UU no es nuestra obligación, al igual que Zapatero entendió que mejor con Hugo Chávez que con Bush, o Rajoy creyó que con Merkel nos iría mejor. Nadie le pidió a Sánchez ser una suerte de libertario europeo, y ni siquiera le exigimos que devolviera a España al lugar en el que sólo González, y especialmente Aznar, consiguieron posicionarle en el mundo.

Pedro Sánchez es malo, porque no tiene escrúpulos ni principios, pero al menos en el desprecio hacia su vanidad había un cierto respeto o bien por su rol o bien por su capacidad de supervivencia. Después del espectáculo lamentable del momento fan con Biden, ya no queda ni eso. El desgraciadamente presidente de nuestro Gobierno ha vivido en una ensoñación que nos ha costado un espectáculo bochornoso que ha puesto de manifiesto el nulo respeto que profesa el Gobierno americano hacia España, un país del que deberíamos ser socios estratégicos por nuestros vínculos y capacidad de influencia en América Latina, nuestra posición geográfica esencial frente al norte de África y los innumerables lazos culturales e históricos que tenemos con EE UU, especialmente en la zona occidental.

Pedro Sánchez diseñó su semana fantástica creyendo que iba a convertirse en el nuevo líder mundial de moda, pero ha resultado abucheado hasta por los suyos que depositaban en él unas esperanzas que nunca parece dispuesto a colmar.

No sé qué más tiene que pasar para que votemos para botar a este tipo. Sea quien sea el que venga, con no acosar a mandatarios extranjeros habrá mejorado lo presente. Poco nos pasa con este panorama.