Con independencia de los eclipses meteorológicos y de otro tipo que han salpicado la semana, él volvió a plantar su sombrilla sobre la arena. Si algo no falla es el sol. Sonrió.

No sólo las bicicletas son para el verano, pensó, pues, al igual que el año pasado, se abren las fronteras geográficas para aventar el confinamiento. Y no hay otro paraje donde la vista pueda más felizmente perderse que sobre una vertical cima o ante el horizontal mar que ahora baña mis ojos.

Se desprendió de las chanclas para recibir la vacuna contra la rutina que envolvió el largo y pandémico invierno. Días de mascarilla, que azuzaban aún más la necesidad de mantener la boca cerrada para sobrevivir, sólo aliviados por la lectura, el cine y las rutas por la naturaleza.

Notó como la corteza mineral y liquida conquistaban sus dedos. Volver a empezar, dar los primeros pasos tras la dosis de vida recibida. Como cada principio, lo acompañaría de propósitos.

Sustituir el móvil por otros móviles sería lo primero, pero ahora estaba en su primer día de playa. La mente en blanco. Su primer remojón. Saludar al mar, al rumor de las olas con su silencio y la reverencia de todo su cuerpo.

Renacer. Miró al cielo. Volvió a dar gracias a la vida. Recordar a sus seres queridos, que se pegaban a su piel como la ligera brisa que aliviaba el principio de junio. Luego giró la mirada hacia la primera línea, ocupada por su familia.

La toalla y el libro, compañero de fugas. Su isla a mediodía, que diría Cortázar. El paraíso de conquistar un sueño que ahora se hacía realidad. El deseo de compartir una esquinita del mundo con la persona amada. Al menos, por un suspiro. Por todos los instantes.