Están llenos los paisajes murcianos de cables y más cables. Los bordes de las carreteras, los montes y montículos, los campos… Ahora se prevé una línea de evacuación de alta tensión en Totana procedente de un campo de energía solar.

Y también los paisajes están llenos de antenas: de televisión y telefonía móvil, las más frecuentes; de radioaficionados, las menos; de los doscientos mil servicios de emergencias y protección civil; de policías y tráfico; de forestales; de comunicación extraterrestre…

En los años 50 y 60 los cables inundaron los territorios como una plaga a modo de marabunta paisajística, y siguieron en décadas posteriores. Como resultado, los paisajes murcianos asemejan una inmensa tela de araña, de baja, media y alta tensión, tras la que es difícil apreciar cómo de bello es el Valle del Guadalentín, cuánto de plano el Campo de Cartagena, o cómo de frondosos los montes del Noroeste. Una pena.

En los 50 y los 60, ya se sabe, la preocupación por los paisajes era más bien poca, y la planificación del territorio, eso sí que se sabe, era tirando a nula. Por eso viene a ser coherente con la propia historia el que los cables sean el legado de unos momentos en los que nadie planificaba ni pensaba en la calidad de vida general, esa que entre otras cosas deviene de pasear viendo sin interferencias artificiosas lo que hay más allá de nuestros propios ojos.

Pero ahora, cuando se supone que se planifica algo más y que los objetivos de calidad de vida son ya una aspiración sentida de la población a la que políticos y técnicos deben dar respuesta, ¿a santo de qué permitimos que se mantengan o se repitan los mismos errores sobre el paisaje? Parece como si los diseñadores de líneas eléctricas o los instaladores de las empresas de móviles buscaran los lugares que más molestan al paisaje para ubicar sus infraestructuras. Ya sé que es preciso ubicar los receptores en lugares altos, pero ¿seguro que no se pueden ocultar las antenas algo más de lo que ahora está ocurriendo? Basta con transcurrir por cualquier carretera regional y contar, una a una, las incontables instalaciones que florecen como hongos por todas partes. Y basta también con pararse en cualquiera de ellas y observar cómo invariablemente hay siempre un cabezo un poco más allá cuya orientación o ubicación es, también invariablemente, más adecuada.

No sé cómo se soluciona todo esto, si haciendo más rígida la normativa o si pasando por un curso de sensibilidad paisajística a los responsables de las empresas, pero sí sé que es urgente y necesario, y desde aquí animo a quien corresponda a aplicarse el cuento de la protección visual de los paisajes.

Y en todo esto decidirse a soterrar cableados y líneas, aunque sé que es enormemente más caro, sería una decisión muy inteligente.