Con motivo de la celebración del Día de la Madre, me viene a la memoria el recuerdo tan vivo, tierno y muy agradecido de mis padres. Sus defectos, que sin duda los tuvieron, no soy capaz de recordarlos. O los recuerdo con humor, me sirven para sonreír, para poner un poco de sal en los espacios más desabridos de la vida. A mis padres les debo mucho. No me incluyo en el desagradecido rebaño de los que dicen que se han hecho ellos mismos. «Yo me he hecho a mí mismo, no le debo nada a nadie». ¡Qué afirmación más estúpida! Y más injusta. Un servidor de ustedes le debe mucho a mucha gente. ¡A mucha! Me falta boca para decir gracias.

Empezando por mi fe. En ella la influencia materno-paterna fue decisiva. La sentí en carne propia desde que fui un mocoso recién destetado.

Y la razón de esta influencia es bastante simple: ser cristiano es aceptar ser hijo, como Jesucristo. Mi vida de creyente es una vida de hijo, mi más honda experiencia religiosa es una vivencia de filiación. Hoy, mientras rezaba silenciosamente un rato, he pensado que mi fe es acogimiento, reconocimiento y agradecimiento al Padre. No es pues de extrañar que, para entender algo tan hondo, tan misterioso y tan inagotable como que Dios es amor, la primera y más sugeridora referencia la haya obtenido de esos seres que me engendraron a la vida, cuidaron mi absoluta incapacidad para subsistir, mimaron los pasos lentos y frágiles de mi desarrollo. «La bienaventuranza consiste en conocerte a ti, Padre».

Esto afirma Jesús. Por tanto, la primera revelación de nuestro Dios me llegó a través de don Juan Teófilo y doña María de la Cruz, que unieron sus vidas sin sospechar la enormidad de aquel sí tembloroso al pie del altar. Y a fe mía que, a su manera, dentro de su bellísima sencillez, se esforzaron en transmitirnos a sus hijos la imagen del Padre bueno, lo menos desteñida posible.

La infancia es una etapa de fe imitativa, crédula, que como esponja succiona a su alrededor y tiene capital importancia para crear la relación esencial de todo cristiano, la relación de padre a hijo. El niño, antes del uso de la razón, tiene su uso de fe; le es natural creer, en realidad antes de razonar: ¿qué hace si no es fiarse y creer? ¡Y qué importante que en ese período de la vida in fantil vaya percibiendo, entre los elementos aseguradores y los mil detalles de ternura de la paternidad humana, el nombre y la realidad de alguien que se trasluce entre las palabras cariñosas de sus progenitores! Puedo apelar al testimonio de numerosas personas que han sentido la ayuda y el consuelo de una fe que, agazapado en el subconsciente, ha aflorado en momentos de apuro, de angustia, de inseguridad, de dolor o de alegría.

Lo más difícil viene después, cuando la muchacha o el chico empiezan a romper los cordones umbilicales. En ese momento, de forma difusa, esperan mucho de sus progenitores, los juzgan y desgraciadamente son pocos los que encuentran a unos padres (o alguno de ellos por lo menos) atentos a responderles, a hablarles con su ejemplo, a abocar toneladas de cariño con las palabras oportunas, a aguantar con comprensión las tarascadas de su gamberrismo. Educar no es fácil. Transmitir la fe tampoco. Pero es hermoso, muy hermoso. Y muy gratificante. Aquí, en el transcurrir de esta etapa, alcanzan al adolescente las primeras dudas, no quizá sobre Dios, sino sobre ciertas prácticas de la religión que quiere abandonar por creerlas inútiles. Unos ven que sus padres practican y que, sin embargo, dejan mucho que desear en su comportamiento. Otros, que sus padres ya no cumplen esas prácticas y se empeñan, no obstante, en que sus hijos las sigan: misa, bautizos, primeras comuniones, bodas… ¿Con qué derecho? Se preguntan y con razón. Empieza la cuesta abajo. La fe infantil queda atrás. Las ensoñaciones se esfuman, se enfría la antigua religiosidad, se está inseguro, asaltan las dudas. Las imágenes con que se expresa a Dios aparecen ridículas, de la Iglesia y de los curas solo se conocen sus defectos, quedan malparadas las relaciones de abajo arriba y hacia los lados, soledad, rebeliones, se juzga a todos y también a Dios. Este es un proceso que, en mayor o menor intensidad, ha pasado por todos.

En la actualidad, pocos salen indemnes. A mi (y lo he estudiado y pensado mucho) me parece una gran pérdida. Lanzarse a la vida sin horizonte y sin brújula es bien peligroso. A la vista está tanto en ese sector de la juventud a la deriva (se me entiende, ¿no?) como en los que salen adelante en sus proyectos pero luego soportan existencias alteradas, inestables, infelices o completamente chatas, sin norte, sin sentido.