Hasta hace menos años de los que lleva Pablo Iglesias intentando gobernar España, que son demasiados pero para él nunca suficientes, en este país se mataba a concejales por el mero hecho de serlo. En el País Vasco unos chavales que debatían sobre mociones de una trascendencia política tan extrema como decidir si en Ermua la farola debía ir a izquierda o a derecha eran asesinados a sangre fría por sentirse españoles en España.

Hace cuatro años en Cataluña se dio un Golpe de Estado a la democracia que abocó a unas elecciones regionales en las que los independentistas rociaban con lejía el suelo de cada lugar en el que Ciudadanos realizaba un mitin.

En 2016, las últimas generales de Rajoy antes de la moción de censura, el entonces presidente del Gobierno recibió un soberano guantazo que, como poco, le rompió las gafas y le provocó una contusión de un calibre manifiesto.

En 2021 Vox, un partido infinitamente más legítimo que los criminales independentistas vascos o catalanes, recibe pedradas en sus reuniones con acusaciones de «haber ido a provocar» por hacer campaña electoral en el tiempo y forma reglamentario para hacerlo.

Albert Rivera ha recibido balas y amenazas de muerte explícitas en el comercio de su madre; José Ramón Bauzá ha sufrido vandalismo en su farmacia a un ritmo de diez cristales rotos al año; Cristina Cifuentes ha vivido el escarche más deleznable que se recuerda aún luchando por su vida en el hospital de La Paz; Carlos Iturgaiz o María San Gil están vivos por azares del destino tales como que el día que les querían matar llovía y el terrorista no tenía todas consigo para huir.

La derecha patriota de esta nación lleva desde la instauración de la democracia pagando un precio que ni le corresponde ni debe asumir como propio. Los cuarenta años de dictadura franquista en España no son justificación para que ningún socialista o comunista de medio pelo entienda que tiene una especie de superioridad moral que le permite reírse de los ataques hacia los demás mientras eleva la alerta antidemocrática cuando alguien osa a decirles algo que consideran mínimamente ofensivo.

Esta semana han ocurrido actos deleznables que nadie duda en condenar. Ningún ciudadano tiene derecho a amedrentar a sus representantes públicos ni con amenazas expresas, ni con balas, ni con navajas, ni con pedradas ni con escarches. Ni nadie lo duda ni nadie debería dudarlo.

Lo que desde luego es inadmisible es que tengamos que tragarnos la monserga repulsiva de los Echeniques de turno, que cuando parten la cara a una diputada de la oposición dice que la herida es ketchup, mientras que cuando el ataque se produce a un compañero suyo resulta que los españoles y las derechas estamos llevando a España a una polarización que va a acabar en una Guerra Civil provocada por los fascistas a los que ellos intentan frenar.

Esta falsa superioridad moral y estas lecciones de democracia de unos aspirantes a delincuentes tienen que parar. Tenemos que pararla. Si la España de hoy es un lugar más terrible que hace die años es única y exclusivamente porque ellos, los que venían a luchar contra las injusticias, están haciendo de nuestro país un sitio inhóspito en el que sólo caben ellos y sobramos los demás.

Nuestras pedradas son tan pedradas como las suyas. Si las nuestras no importan, ya basta de crear un drama por las suyas. Es hora de dejar de estar de rodillas ante los que sólo quieren denigrarnos. Somos mejores que eso. Mejores que ellos.