La rebelión de los clubes más poderosos es un capítulo más de una conjura contra el fútbol. Y es solo un ejemplo junto a otros muchos de la muerte de todas las cosas buenas y verdaderas que teníamos y que poco a poco van desapareciendo, una detrás de otra en este mundo enloquecido por el dinero. No puede sorprendernos porque ese parece ser nuestro destino en la tierra como seres humanos, destruir la belleza. El hombre desesperado y materialista se venga así de la pérdida de la inocencia. Antes se hacía con furor suicida en nombre del progreso, ahora con cínica resignación.

Lo advertían los poetas románticos con su canto a lo invisible y los filósofos de la naturaleza que clamaban contra la corrupción del mercado y los testigos de la barbarie de la civilización que vieron la pérdida del aura de las cosas convertidas en objetos de consumo.

El fútbol es quizá el último baluarte de los sueños. En una cosa esencial se equivocan los magnates, en pensar que el fútbol es un espectáculo, una especie de performance artístico superficial que se aprecia con objetividad independientemente de quién lo ejecute mientras sean los más virtuosos. Tan ensimismados están en su poder que creen que la gente paga por ver a los mejores como si un partido fuera una película de Hollywood. El fútbol no es bello de la forma en que lo es el tenis, por ejemplo. El fútbol es tosco y solo importa el resultado. Eso lo sabe, unánimemente, cualquier aficionado auténtico. Porque así es la vida también. Solo importa ganar, pero, ojo, sabiendo que solo se gana alguna vez. La belleza surge del afán por buscar la gloria una y otra vez porque tenemos memoria de ella aunque sepamos que rara vez se alcanza. El fútbol es un juego de niños: se repite eternamente igual y solo se puede permanecer en él a cambio de ignorar que estamos condenados a perder. Y claro, esto solo lo saben los niños y los pobres.

Hay equipos que en un año de competición solo ganan seis o siete partidos. Es decir, no ganan nunca. Y, sin embargo, en ningún otro sitio se vive el fútbol con más pasión y verdad. Porque a pesar de que saben que no van a ganar, aguantan hasta el final como si fuera posible que el espíritu de Maradona se posara sobre alguno de sus anónimos jugadores e hiciera la jugada de su vida en el último segundo. Esa es la verdad del fútbol. Cada partido es un comienzo, la posibilidad de un milagro.

Todo es una fantasía, por supuesto, una mentira, un sueño del que se empeñan en despertarnos. Pero ¿no estamos hechos de sueños?

Con la Superliga del dinero todos los partidos serían amistosos.