Escribo estas líneas desde la ciencia, concretamente desde la práctica de mi especialidad que es una antropología crítica aplicada en contextos de crisis, desde la que he trabajado estos años en entornos de conflicto ecosocial ocasionado por el modelo productivo extractivista. Parto de una posición que trata de poner en manos de la gente el aparato teórico y metodológico que nos ofrece la antropología. No obstante, no seré tan audaz como para decir que hablo en nombre de la ciencia; aunque, sí que trato de aplicar el método científico de la manera más crítica y rigurosa posible para generar preguntas y aproximar respuestas.

Pongo esto por delante, para señalar el lugar desde el que hablo y así, dejar claro el sesgo que existe en las siguientes reflexiones, algo que, por cierto, echo en falta en afirmaciones que están produciendo determinadas instancias que favorecen el mantenimiento del estatus quo de lo que está ocurriendo en la cuenca del Mar Menor, de personas e instituciones que hablan en nombre de la ciencia, ni más ni menos, y de la ciencia como mecanismo para generar convivencia, invadiendo el ámbito de la política, la disciplina encargada de generar acuerdos en democracia; claro que, sin duda, la ciencia y las personas científicas están también atravesadas por la política y posiciones políticas existen de muchos tipos.

Por otro lado, mi experiencia en contextos de conflicto me conduce a identificar el modelo productivo instaurado en el campo de Cartagena como un modelo intensivo de producción, altamente tecnificado y enfocado a la exportación, es precisamente por esto, por lo que no podemos apelar a la ciencia, ni a las personas científicas contempladas de manera tan general ¿Acaso las tecnologías de este tipo de producción agrícola extractivista no están desarrolladas por científicos e implementadas por tecnólogos?

Apelando a la ciencia, estas personas y organizaciones hablan en nombre de los agricultores, como si las personas tecnólogas que practican este modo de producción lo fueran. Las empresas agroextractivas, su producción agrícola y sus modelos de negocio, no están gestionados por agricultores que, por otro lado, son los primeros afectados por este modelo productivo; que no solo depreda territorios y recursos, sino que pone en serio peligro la supervivencia del modo de vida agricultor y sus saberes, pues los agricultores, como ocurre en otras partes del mundo donde se implanta este modelo productivo, han perdido el control de las semillas, de la tierra, del agua, del acceso a los mercados y de la competencia de los precios.

Estos agricultores son los que están fuertemente arraigados en nuestra cultura y no los agentes agroindustriales que han usurpado, no solo las tierras, el agua y las semillas, sino que, además, tratan de usurpar la identidad de los agricultores y de la agricultura como un modo de vida característico y ampliamente arraigado en nuestra Región.

Los agricultores, sus saberes y sus prácticas agrícolas que siempre han sido sostenibles, han sido sustituidas por prácticas y conocimientos tecnificados mediados exclusivamente por la ganancia económica, que nos han traído hasta esta situación de colapso ambiental, y los agricultores han tenido que integrarse de manera obligatoria y violenta o de lo contrario son condenados a desaparecer.

En este sentido, como señala el antropólogo Salvador Cayuela, los agricultores han desarrollado dos estrategias adaptativas principales que consisten, básicamente, en el arrendamiento de las tierras a las empresas o en un régimen de aparcería inverso, donde los agricultores y propietarios de la tierra reciben las semillas, los agrotóxicos, el agua, los técnicos y la mano de obra, con un precio a la producción impuesto previamente mediante relaciones asimétricas en las negociaciones.

Este modelo productivo ha ocasionado que hoy en día los agricultores y la agri-cultura de la Región estén seriamente amenazados por el modelo de producción agroextractivista, tanto que, como no desarrollemos políticas de protección que fomenten su desarrollo, van a desaparecer y, con ellos, los saberes locales acumulados durante cientos de años y sus modos de vida que resultan de gran importancia para la sociedad murciana, pues los agricultores han sido quienes nos han dado de comer y, posiblemente, debido a la insostenibilidad manifiesta del modelo agroextractivo, nos tendrán que dar de comer en un futuro cercano.

Precisamente, desde el laboratorio antropológico, no solo no resulta descabellado indagar en el tipo de relaciones que mantienen con el territorio agricultores y agentes agroindustriales, sino que resulta una herramienta imprescindible para situarnos sobre el terreno y, desde la observación y el método comparativo, aparecen ante nuestros ojos diferencias fundamentales derivadas de las prácticas sobre el territorio, el modelo productivo y los modos de vida que desarrollan cada uno de ellos. Diferencias que nos permiten advertir que; referirnos al agroextractivismo como agricultura, resulta una perversión del término ‘agricultura’.

El agro-extractivismo no es agri-cultura. Los agentes agro-extractivos no son agricultores. La ciencia no habla; hablan las personas científicas y personas científicas existen de tendencias diversas. Existe un conflicto polarizado en la Región, dónde, por un lado, se encuentran las empresas agroextractivas y los agentes que las apoyan y, por otro, está la sociedad civil movilizada, el territorio y la naturaleza local puesta en serio peligro, pero más allá de esta polarización entre actores, existe en la Región un conflicto agudo no resuelto entre medioambiente y desarrollo económico, entre ecología y economía, entre Naturaleza y sociedad. Nada nuevo en esta etapa histórica.