La expresión latina Alea iacta est que habría exclamado y ‘popularizado’ un rebelde Julio César justo antes de cruzar con sus tropas el río Rubicón, sublevándose contra el Senado y comenzando así la larga guerra civil contra Pompeyo, pone de manifiesto la inutilidad de desafiar un sino que obra por encima de la voluntad de los hombres. No en vano los idus de marzo verían el final del político romano corroborando los vaticinios y oráculos. Sin embargo, serían los griegos, en sus fábulas y, sobre todo, en sus tragedias quienes plasmaron como nadie este hado que rige nuestras vidas avocándonos a la fatalidad de los augurios y presagios. Poco podría hacer así el héroe heleno en su lucha por alcanzar la gloria eterna contra la voluntad de Ananké, personificación de la inevitabilidad y madre de las Moiras encargadas de hilar la hebra de la vida para los hombres ya en su nacimiento (la mitología romana también tendrá su homóloga: Necessitas). He ahí, por ejemplo, la funesta fortuna de Edipo, que huyendo de su destino no fue sino a encontrarlo.

El conflicto entre el espontáneo azar y el impávido destino es recurrente en todas las civilizaciones y culturas, pues es propio de la vacilación e inseguridad más íntima del alma. Cientos de años después, numerosos filósofos como Santo Tomás, Kant, Nietzche o Spinoza, y escritores como Shakespeare, Whitman, Zola, Blasco Ibáñez, García Lorca o Antonio Machado, prolongarán esta doble interpretación del devenir humano. Nosotros, simples mortales, también nos cuestionamos a diario cuál es la correcta deducción del tiempo (Kronos en la mitología griega o Saturno en la romana) intentando así no errar en nuestros pasos por recelo a las consecuencias o, por el contrario, abandonándonos en los brazos de lo inevitable de nuestra fortuna.

En mi caso, que no suelo ser extrema en ninguna posición, hay una mezcla de ambas; es más, según el instante la balanza se inclina más hacia un lado o el otro. No tengo duda de que nuestros actos y decisiones nos definen, pero la vida y la experiencia me han demostrado, de algún modo, que a veces ese devenir de los acontecimientos, esas elecciones que creemos adoptar libremente, no hacen más que precipitarnos a un porvenir ya escrito.

Decía Papini, escritor italiano que revisó a los clásicos de la filosofía y que paradójicamente se caracterizó precisamente por los extremos (ateo y republicano que se convirtió en fervoroso católico) que «el destino no reina sin la complicidad secreta del instinto y la voluntad». Sea como fuere, con un futuro incierto o determinado, cuando el forzoso final nos alcanza será ese itinerario que dibujamos lo único que con nosotros no fenece o acaba.

Yo no sé si llegué a Lorquí por azar o providencia, pero muchas piezas en el tablero se movieron para que el empleo no fuese lo único que encontré en este pueblo.