Para Benjamin Franklin, tres; para los partidos políticos españoles una. La determinación de la dirección nacional del PP de trasladar su sede ha concitado todo un cúmulo de opiniones, en su inmensa mayoría con escasa consistencia política, como la propia decisión, pero en el tono peyorativo y soez propio del actual lenguaje de la política española.

Al conocer la decisión de la actual cúpula nacional del PP de cerrar la puerta del edificio número 13 de la calle Génova a la que tantas veces asistí y participé del devenir de la política nacional española pensé en los miles de políticos y afiliados de esa formación que, al igual que yo, denunciamos en un tiempo no muy lejano las corruptelas existentes sin obtener una respuesta razonable, lo que nos llevó a unos a abandonar ese partido y a otros a resignarse a sufrirlo.

Ahora bien, 38 años contemplan un edificio cuyo interior, con sus luces y sus sombras, fue sede del centroderecha español sin cuya participación no hubiese germinado el fruto de una democracia ganada a pulso por todos los españoles, razón por la cual no es admisible la perversa conjura de quienes llevando a su chepa idénticas ‘historias’ pretenden criminalizar todo lo que se movió o se mueve en su interior.

Pretender convertir la calle Génova en las tapias de un cementerio donde los que están dentro no pueden salir y los que están fuera no quieren entrar, y a su número 13 en el lugar olvidado del camposanto, el osario, no es de recibo.

Los afiliados y simpatizantes del PP que padecen las sentencias de Gürtel o las actuaciones de Bárcenas no son responsables de tales actos, como no lo son todos los cargos, militantes y simpatizantes que han desfilado por la calle Ferraz 70, inaugurada el 9 de diciembre de 1982, de los GAL, ERES andaluces u otras lindezas corruptas de sus dirigentes políticos.

No hay más responsables penales de la corrupción política española, de uno y otro signo, que los condenados legalmente por una sentencia firme; presuntos inocentes los que están a la espera de una resolución judicial que los declare sujetos a investigación o no; y son presuntamente indecentes los que conforme a una decisión política orgánica, honrosa, no impuesta, deberían estar en su casa, en Caracas o en Miami, esperando a que escampe.

Mientras tanto, solo deberían ocuparse de sus competencias, gobernar unos y controlar e impulsar al Gobierno otros, remar todos en la misma dirección para vencer los efectos de la pandemia, adoptar entre todos las medidas que hagan posible alzar nuestra economía y generar empleo mitigando la pobreza. Y todo ello recuperando prácticas políticas irrenunciables que germinaron en la transición española, hoy olvidadas:

Primera, renunciar a tirarse los platos a la cabeza ante cualquier asunto porque los tiestos los pagamos los españoles.

Segunda, y sé bien lo que digo, en no pocas ocasiones el político debe enfrentarse a su propio partido para no renunciar al juramento o promesa contraída con sus representados, so pena de incurrir en indignidad personal. No es difícil cumplimentar esta práctica si se tiene un oficio y no hay ‘problemas de estómago’.

Tercera, los partidos tienen que abandonar la costumbre de ofender a diario a los adversarios políticos, como el uso cotidiano de sentirse permanentemente ofendidos por otros, porque al emular a la Cofradía del Santo Reproche, de Sabina, en 19 días y 500 noches, terminarán como un perro de nadie ladrando a las puertas del cielo, con un neceser con agravios, la miel en los labios y escarcha en el pelo, tal acontece a un determinado partido tras las elecciones catalanas.

Para entender lo que acabo de exponer solo hace falta un mínimo de madurez personal; el problema estriba en que, con la mayor crisis padecida en democracia, España está en manos de quienes por su propia naturaleza habrían de ser considerados libres de culpa, y la sociedad que los invistió, como castigo divino, seguir soportándolos a diario.

¡Qué cansera! Y a todo esto yo sin saber cuándo me toca la vacuna.