Estas Navidades pasadas tuve que diseñar un artículo para intervenir en el Maratón de Solidaridad que cada año montamos aquí como portal, o como postal, y en consecuencia de las fechas, claro. Digo diseñar, porque lo que se hace por invitación a participar no deja de ser un diseño, aunque la naturaleza del tema no sea la más apropiada para andarse con lucimientos modelo quedabien.

Hablamos de la caridad, lo que entendemos por ella, lo que se establece que hemos de entender por ella, lo que queremos entender, o lo que sea que entendamos por ella. Quizá que, precisamente por ese motivo, se me quedó de rondón por el magín durante días, días que pasaron a semanas, como algo inconcluso que no supe, o no pude, o quizá no quise entonces, terminar. Puse lo que quería y debía, pero no todo lo que hubiera debido y querido. Puede que por la incomodidad que supone para cada persona, incluido uno mismo, por supuesto…

El caso es que entonces hablé del concepto caridad en comparación con el concepto justicia. Y dije que si lo primero existe es por deficiencia de lo segundo, y todo eso. Y desarrollé toda mi intervención entre esos dos polos de reflexión y lucimiento. Como ejercicio intelectual resulta impecable, reconozcámoslo. Pero los sentimientos andan otros caminos distintos e incluso distantes. Lo intelectual se columpia en el cerebro, pero el sentimiento se agarra a las tripas, se enreda en las entrañas. Y, mientras lo primero produce satisfacción, el segundo procura desazón, una especie de dolor casi físico. Lo primero se puede razonar y explicar; lo segundo solo se puede sentir, y casi que no se puede asumir.

¿Qué hace que pasemos de largo ante un indigente que nos tiende la mano por la calle, pero demos nuestro dinero a otra persona que sabemos que está sableándonos? La pregunta puede plantearse al revés, el resultado es el mismo. Ambos son unos desgraciados. Los dos son unos pobres necesitados. Actuamos por exceso o por defecto por motivos anímicos casi que indescifrables, pero casi nunca nos quedamos satisfechos. Nuestra conciencia, si no nos muerde, sí que nos ladra. ¿Lo hacemos por ellos, o por sentirnos bien nosotros? El otro día me asaltó una de esas terribles incongruencias. En los lindes de un conocido supermercado me asalta un mendigo: «Tengo hambre, pero si me da algo, me lo gastaré en una botella de vino. Se lo digo antes, para no engañarle». La coherencia total, la tremenda necesidad ante la desesperación, la verdad más descarnada y absoluta por delante ¿qué hacer? ¿convertirse uno en moralista que dé cera a la conciencia, o dar un puntapié a la racionalidad y procurarle un vino, al menos, que no sea pura química? La miseria moral de las personas, en realidad, apelan a mis propias miserias. A las miserias morales de todos y cada uno de nosotros.

Esto es lo que se me quedó colgando entonces, y es lo que quiero vomitar hoy. Con sinceridad, ¿qué es mejor, la caridad o la compasión? Es que no es lo mismo. La caridad es un estado conceptual, la compasión es un impulso. La caridad atiende a razonamientos, la compasión, no. Entonces, ¿qué es una actitud más sincera, o incluso más evangélica, la caridad o la compasión? Llaman a nuestra puerta, es una ong que se ocupa de los niños, o de los refugiados. Y nos acordamos de aquel que se inventó un cáncer raro para estafar la lástima (o la conciencia) de la gente; o de aquellos padres que montaron un circo mediático y negocio con la enfermedad de su hija; y todos esos casos conocidos que apelan a lo mejor del prójimo para alimentar lo peor de otro próximo, y entonces, les damos puerta a esas ong o no lo hacemos. O compramos nuestra propia tranquilidad con exquisitas elucubraciones mentales de por qué sí, o por qué no, o por qué ésta y no aquella. O por qué sí en Navidad, y no en otras fechas.

Yo no sé si ustedes se acordarán de aquel caso ocurrido en Sudán en el año 1.993, durante la gran hambruna. Un fotógrafo captó la descarnada imagen de un niño, desnutrido, desfallecido, abandonado en una planicie, casi moribundo, rodeado de buitres esperando el festín de sus despojos. Aquella impactante foto provocó oleadas de donativos para la infancia necesitada, innumerables reacciones de solidaridad, etc. Pero lo cierto es que a aquel niño nadie lo recogió, incluso aquel fotógrafo siguió su camino y lo dejó allí. Esa instantánea también procuró a su autor un gran prestigio profesional; fue portada del New York Times, incluso llegó a ganar un Premio Pulitzer. Sin embargo, un tiempo después, ese hombre se suicidó.

¿Ven por dónde voy, y lo que me quedó en el tintero las navidades pasadas? Esto no es bonito, ni queda bien, ni resulta agradable, e incluso puede que se me dijera entonces que no era lo oportuno. Claro que no, a pesar de que la oportunidad es un valor en sí misma. Por eso creo que la caridad es más una actitud y la compasión una aptitud del alma o del espíritu, no lo sé bien. Y que una cosa son los comportamientos y otra son las reacciones. Ambas son importantes, pero ante nuestras motivaciones para ayudar a cualquier necesitado, solo una sale vencedora ante la otra. Y no siempre es la misma…

La caridad racionalizada e institucionalizada está bien, pero el estallido que te sale de los intestinos puede ser mejor. La cabeza y las tripas luchan entre sí, y su campo de batalla es nuestra conciencia. No dejemos que ninguna venza nunca sobre la otra.

El día en que estemos satisfechos con nosotros mismos, el ser humano habrá perdido la guerra de su dignidad, y ya solo jugaremos con palabras vacías y entre conceptos muertos. No lo permitamos nunca, por favor.