No hay tantas buenas películas de terror. Me refiero a obras con las que sientas un terremoto sacudiendo tus piernas. Esas que te obligan a apartar la mirada y que te persiguen durante varios días, vayas donde vayas. A ese club de medianoche pertenece La semilla del diablo. Con el tiempo, he comprendido que no hay nada más ilusionante que estar esperando un hijo. Son meses de ensueño en los que todo flota. La incertidumbre es muy grande pero los buenos pensamientos se terminan imponiendo. Ahora imaginen a esa pobre chica encerrada en su apartamento de Manhattan siendo fecundada por el demonio. No se me ocurre una historia más turbadora. Aquí tiene mucho que ver el cine de Roman Polanski, su predilección por mostrar el lado oscuro del alma humana y la manera en la que acorrala a sus protagonistas hasta la extenuación.

Aunque no es esto lo más angustioso de la película. Los 136 minutos de metraje se anulan si se analiza la suerte corrida por el director y la actriz protagonista después de su filmación. Se produjo una especie de maldición, como si el diablo hubiera atravesado la pantalla y su semilla hubiese quedado esparcida por el set de rodaje en el edificio Dakota. Lugar, por cierto, para siempre estigmatizado donde años después John Lennon sería tiroteado.

La primera manifestación demoníaca tuvo lugar una noche de agosto de 1969. Verano en California. Fuego y amor hippie vibrando en cualquier rincón de Los Ángeles. Roman Polanski era posiblemente el cineasta con mayor potencial de Hollywood. Un volcán cinematográfico en plena erupción. Entonces, varios miembros de la familia Manson entraron en su casa y asesinaron a su mujer, Sharon Tate, embarazada de ocho meses. Ese futuro luminoso en la cúpula del mundo de repente se cubrió de nubes grises y su figura quedó sepultada bajo unas tinieblas de las que aún hoy no ha logrado despegarse.

Su siguiente descenso a los infiernos sucedió en 1977. Naturalmente, les hablo de los hechos acontecidos en Mulholland Drive. Con el pretexto de hacer un reportaje para la revista Vogue, Roman Polanski acudió con una niña de 13 años a una propiedad de Jack Nicholson. Según el testimonio de la menor, los dos estuvieron solos en la mansión en todo momento. No es difícil visualizar la velada: alcohol, drogas, posados desnudos... La fiesta terminó de la peor manera posible: una investigación policial, la fuga a Europa y la sombra de una violación que acecha al director allá por donde camina.

Afortunadamente para los que amamos su trabajo (somos millones en el mundo a juzgar por los premios y nominaciones recibidas), Polanski ha seguido regalándonos buenas películas. Este hecho no justifica su delito. La cuenta pendiente con la justicia de Estados Unidos y su huida no hace sino confirmar la hipótesis de partida. Tampoco se comprende la actitud de ciertas élites que lo siguen invitando a festivales y utilizan el momento mediático para sacar a relucir su feminismo de acero y denunciarlo ante los medios, como ocurrió en Venecia en 2019.

El mismo demonio la tomó de igual manera con Mia Farrow. Tres de sus catorce hijos (cuatro biológicos y diez adoptados) terminaron suicidándose. Pero no parece ser este el mayor de sus abismos. La batalla contra Woody Allen y la historia del supuesto abuso sexual a su hija Dylan acapara todos sus esfuerzos. La última embestida viene de parte de la cadena HBO. Esta semana se ha estrenado en su plataforma una serie documental que vuelve a incidir en el conocido episodio. Ya saben cómo se anuncian estas cosas: nuevos testimonios y nuevas pruebas que son, por supuesto, las definitivas.

Sin duda se trata de una respuesta a la autobiografía del cineasta publicada el año pasado (A propósito de nada, Alianza Editorial). Ni que decir tiene que la actriz, con bastante menos talento, se ha visto en la necesidad de recurrir a la ayuda de uno de los gigantes de la televisión. No es ninguna sorpresa. Con la aparición en 2017 del movimiento Me Too, esto ha sido una guerra mundial contra Woody Allen en la que no han dudado en participar incluso candidatas a la presidencia de los Estados Unidos o el New York Times, periódico de sus amores en otra época.

El cine de Woody Allen también nos gusta. O mejor dicho, nos gustaba. Desde que esa Corte Suprema imparte orden y ley en las redes sociales sin descanso, su nombre se ha ido cayendo de los lugares donde no hace tanto era recibido con honores. Es tal el escarnio público, que a día de hoy sus películas tienen una presencia despreciable en su país de origen.

A diferencia de Polanski, Allen se ha sometido a dos juicios y en ambas ocasiones ha sido absuelto. Sin embargo asumimos que es un violador. Creemos antes a Twitter que a todo un Poder Judicial. Es La semilla del diablo de nuestro tiempo, la gran película de terror contemporánea y, para nuestra desgracia, no es una obra de ficción.