Empecé a leer a Margarit en la universidad, y no he dejado de hacerlo desde entonces. Había empezado a interesarme por la poesía catalana a mediados del curso 84/85, con las Elegías de Bierville de Carles Riba y Enigma de Narcís Comadira, publicado aquel año en la colección Poètica, de Península/Edicións 62, la misma en la que apareció en 1987 Llum de pluja/Luz de lluvia, su primer libro de madurez tras los escritos en castellano (el último, Crónica, de 1975) y los primeros escritos en catalán (entre 1980 y 1984, reunidos en 1985 en el tomo L’ordre del temps) de los que apenas un tercio pasaron a la sección inicial. Restos de aquel naufragio en las sucesivas ediciones de Tots els poemes/Todos los poemas: «En 1986 —dice en el prólogo— comienza lo que los poetas llamamos encontrar la propia voz, con la publicación del primero de los cuatro libros que con el tiempo me he dado cuenta de que forman una tetralogía [se refiere a Llum de pluja]».

El cuarto de esos libros, Aiguaforts/Aguafuertes (Renacimiento, 1995) y la antología también bilingüe Cien poemas (La Veleta, 1997) fueron mis siguientes pasos en el mundo poético de un autor que nunca ha dejado de fascinarme, sorprenderme y maravillarme con sus poemas, pero también con sus reflexiones (equiparables en su precisión y lucidez a las de Francisco Brines en el prólogo a Selección propia) sobre la poesía en general y sobre la suya en particular, esparcidas por numerosos prólogos o epílogos a sus propios poemarios o en libros imprescindibles para cualquier poeta que quiera reflexionar en serio sobre las responsabilidades y peligros del proceso de la creación poética —como las Nuevas cartas a un joven poeta— reunidos por Jordi Gracia en el volumen Un mal poema ensucia el mundo. Ensayos sobre poesía 1988-2014 (Arpa, 2016) y posteriormente en otra edición —revisada y muy aumentada— con el título de Poética. Construcción de una lírica (Arpa, 2020).

Valgan como ejemplo estas líneas del texto Un viaje poético —que abría el mencionado Cien poemas— sobre el combate interno de sus lenguas y la ‘dificultad poética’ del castellano, que para él «se concretaba en una dura inquietud cada vez que localizaba un territorio donde parecía haber un futuro poema, cada vez que un magma de intuiciones, avisos, evocaciones y sugerencias empezaba a cristalizar en este algo previo a un poema. Siempre aparecía a su alrededor un vacío de significado, un foso que lo separaba de mí. El poema estaba ahí, pero después del vacío, como rodeado por un foso de nada. Y debía conformarme con una vaga imagen, o con un resumen, o con una falsificación del poema».

Séale la tierra leve. Y no dejen de leerlo.