Ante los acontecimientos que están ocurriendo en el Mar Menor en los últimos años, que han ocasionado una alarma social sin precedentes, que tienen relación con la laguna salada, a la que han convertido en un vertedero tóxico, surgen reflexiones que tienen relación con la propia naturaleza y con el territorio que abarca el Campo de Cartagena. Me refiero a todo el entorno, con la inclusión de los ecosistemas y las formas de vida no-humanas, pero sobre todo, a las humanas y a los discursos y las prácticas con las que construimos el territorio donde se reproducen nuestras culturas ribereñas, donde se desarrollan nuestras vidas individuales y se desenvuelven nuestras sociedades, ni más ni menos.

Para intentar comprender esta relación compleja que mantenemos con el territorio, parto de una posición que nos muestra que cualquier definición de territorio, que prescribe determinadas prácticas y sanciona otras posee dimensiones físicas, pero también culturales e ideológicas en proporciones que son difíciles de determinar. En la cuenca del Mar Menor, el territorio es practicado, valorado y significado por nuestras sociedades y al mismo tiempo que nicho ecológico y base material de nuestras culturas y sociedades, es incluido de forma mimética en nuestras formas de vida. El territorio nunca es neutral.

Desde aquí y como una derivación del conflicto que en los últimos años existe en el Mar Menor, se está extendiendo una denominación que, sin duda, es útil pero que, por sí sola no define la realidad compleja del territorio. Me refiero al Mar Menor como ‘laguna salada’ (¡pufff! qué difícil me resulta llamarlo así), la más extensa de Europa, como una tipología clasificatoria que resulta en una definición reduccionista, pues hace referencia a los límites físicos e incluso biológicos. Se trata de un término de uso científico, pero cuyo uso por la sociedad, sin mediaciones dirigidas a la transferencia de conocimientos puede resultar engañoso, precisamente por la reducción del territorio a objeto de estudio y la aspiración de neutralidad científica en la búsqueda de realidades objetivas.

Por el contrario, para la sociedad murciana el territorio que enmarca la cuenca del Mar Menorno aparece como un objeto de estudio que requiere una separación entre el observador y el objeto observado, sino que, sobre todo, se constituye como una relación con el territorio no metafórica, sino real, no teorizada, sino vivida y practicada desde determinados lenguajes valorativos, por una sociedad que posee un modo particular de vivir y de mirar. Desde aquí podemos contemplar la cuenca del Mar Menor como un territorio heredado, generación tras generación, que da sentido a nuestra cultura y al que, a la vez, nuestra cultura aporta sentido.

Por otro lado, la irrupción masiva de las actividades agroextractivistas introduce nuevos lenguajes de valoración desde actores que mantienen una relación diferente, desde donde introducen una nueva concepción del territorio patrimonialista en función de una tasa de rentabilidad empresarial como territorio sacrificable, que construye el Mar Menor como un vertedero tóxico y su entorno en un megacultivo intensivo, una construcción territorial que se nos aparece, por incompatible, en oposición radical a la dimensión heredada del territorio.

No obstante, a los acontecimientos me remito, se configuran resistencias sociales a estas actividades, que ponen de acuerdo a la mayoría de la sociedad murciana, algo que, por cierto, los partidos políticos están ignorando. Estas resistencias se dan en dimensiones múltiples; de hecho, en otras zonas del planeta el éxito o el fracaso en las demandas de la sociedad civil depende en gran medida de esta multiplicidad en sus estrategias, pero aquí me quiero referir a una sola de ellas que tiene como campo de batalla la construcción del territorio, como un relato que procede de grupos determinados en función de los intereses de cada uno de ellos, un relato que consiste en discursos, pero también en prácticas sobre el territorio y que está relacionado con el poder, el poder de imponer significados.

En este sentido quiero señalar que los nombres que se les asignan a las cosas no son aleatorios, sino que como diría Bruno Latour, profesor en el Instituto de Estudios Políticos de París, los nombres, en sus referencias consensuadas, construyen mundos. Estas referencias al territorio en un conflicto polarizado proceden de diferentes actores encontrados. En este sentido, la antropóloga de la Universidad Miguel Hernández Mercedes Jabardo se refiere a este hecho como una práctica de poder, pues si no nombramos desde la sociedad civil, vendrán otros a asignar nombres al territorio en función de sus propios intereses y estos nombres prescriben determinados usos del territorio y sancionarán otros.

Es por estos motivos, por los que el campo de batalla de la construcción del territorio y la generación de un relato desde la sociedad se ha convertido en un eje vertebrador de las resistencias en conflictos territoriales en otras partes del mundo, similares a los que estamos viviendo en nuestra casa.

Dejemos a la ciencia que nos eche una mano experta con sus tipologías y opongámonos a las concepciones territoriales impuestas desde las actividades que proceden de la matriz del capitalismo extractivo. El Mar Menor es nuestro Mar Menor, es una laguna, pero es más que una laguna y de ninguna manera es un vertedero tóxico; es un territorio heredado y no un territorio sacrificable. Ahora bien, lo que sí que puede que tengamos ahora es un territorio en disputa.

@DavidAvilesC

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