NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN

Los últimos serán los primeros en el Reino de los Cielos, anunció Jesús a sus discípulos tras contar la parábola del jornalero, y no se refería solamente a un premio de consolación con respecto a los más desfavorecidos. La doctrina del Mesías favorecía por primera vez a los oprimidos, a los pobres, a los que se sentían solos y desamparados. Hacia ellos iban dirigidas sus palabras y por ellos se sacrificó en la cruz. Han pasado 2000 años desde aquel discurso en el Monte de las Bienaventuranzas y vivimos tiempos muy poco favorables para los sacrificios. En el Reino de Murcia, muy lejos de los Cielos, se ha debido entender mal el concepto de caridad y deber moral y hay quienes dicen imitar las bondades de Cristo comportándose como los romanos.

El obispo de la Diócesis de Cartagena, José Manuel Lorca Planes, fue vacunado el 19 de enero haciéndose pasar por capellán de la residencia Hogar de Betania. Utilizo el verbo en pasiva porque de sus palabras emana un hecho asimilable a un milagro. Dice el obispo que se la ofrecieron (la vacuna, no la oportunidad de actuar como cabeza moral de la Iglesia en Murcia) y que él aceptó sin medir las consecuencias. Betania es el lugar bíblico donde vivían Lázaro y sus hermanas y hasta allí fue Jesús, a las faldas del Getsemaní, para devolverlo a la vida. La obra social que realiza la Iglesia se demuestra en centros como el Hogar de Betania, un trabajo que pretende soslayar la pobreza y la injusticia, pero el obispo no acudió aquel día a Betania para hacer milagros, sino para quitar una dosis destinada a otra persona que, por ley (la de Dios y la de los hombres) le pertenecía.

Dijo que «no supo calcular las consecuencias». Y en esta justificación hay muchas sombras, porque está admitiendo que conocía la baja moralidad de su acto. Para Lorca Planes, se trató de un error de cálculo. Pensó que nunca saldría a la luz su fechoría o que no se armaría tanto revuelo. No se explica de otra manera que el 2 de enero firmara un documento de consentimiento sobre su vacunación, no siendo personal de la residencia. Fueron 16 los días en los que Lorca Planes tuvo tiempo de pensar en lo que estaba a punto de realizar. Supuso, estoy seguro, su huida al desierto. Emuló al Salvador, que pasó cuarenta días en soledad, sin comer, tentado por el demonio para encontrar su verdadera naturaleza divina. Nuestro obispo viviría un calvario durante esos dieciséis días en los que fue consciente de que estaba mintiendo, pues se había hecho pasar por capellán. Un rey disfrazado de pastor para no ir a la guerra cuando se acerca el enemigo. Pero Lorca Planes no resistió la tentación y sucumbió a las debilidades de los hombres. Se vacunó, precisamente el mismo día en el que saltó el escándalo de la vacunación del consejero Villegas, porque el demonio no da puntada sin hilo. Un mes después, trabajadores sanitarios de toda la Región aún están esperando su primera dosis. Y ni siquiera tienen la oportunidad de salir del desierto en el que se ha convertido la gestión sanitaria en Murcia.

El obispo afirma estar arrepentido. Se escuda en el desconocimiento de los hechos. Podríamos entender que su reino no es de este mundo, pero si fuese verdad que su pecado (y veremos si su delito) no va más allá de la ignorancia, tendríamos un problema serio con la actitud del representante de la Iglesia en Murcia. Lorca Planes se hizo pasar por capellán mientras en la Región todos los días morían (y mueren) decenas de personas en los hospitales, sin oportunidad de despedirse de sus seres queridos. Al líder espiritual de la Región no se le pudo escapar ese hecho incómodo cuando el funcionario que firmase su autorización para su vacuna, el 2 de enero, le preguntase: ¿es usted obispo? y él, con los ojos iluminados, negara hasta tres veces. «No soy el obispo». «No soy el obispo». «No soy el obispo». «Soy un humilde capellán». Y antes de que cantase el gallo, ya estaba vacunado.

Un mes después del escándalo de Villegas siguen saliendo nombres de autoridades vacunadas. La lista se alarga tanto que los pobres de espíritu empezamos a pensar que se ha vacunado todo el sanedrín, ese tribunal encargado de impartir justicia y de decirle al pueblo lo que está bien y lo que está mal. Hasta el momento, pensábamos que uno de los mayores pecados que cometía la política era el codiciar los bienes ajenos, pero ahora sabemos que tanto en la Asamblea Regional como en la Diócesis abundan los Caifás y los Anás, que no dudan con sus actos en darle la razón a Jesús, cuando dijo aquello de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos. Está escrito, y aunque San Jerónimo confundió la traducción de ‘camello’ con ‘camillos’ que quiere decir ‘soga’ en griego, la metáfora es sublime a los ojos de un simple lector de la realidad.

Porque hay una diferencia esencial entre que se vacune un político y un obispo. Mientras que del primero ya no se espera nada porque su crédito se agotó hace tiempo (y qué tristeza escribir esto), del segundo se exige un comportamiento pulcro. Es inadmisible que un hombre que dedica su vida a separar lo bueno y lo malo, a distinguir la paja del trigo y a predicar lo que se puede y no se puede hacer cometa un acto de tanta bajeza moral como saltarse el protocolo y vacunarse, en detrimento de una persona que necesitaba más la vacuna, porque su vida va en ello.

Sospecho que con el proceso de vacunación ha ocurrido algo similar a lo sucedido con los mercaderes del templo. Se ha vacunado a voluntad, a capricho. Han invadido las escaleras sagradas del templo de la moral y han manchado con sus trampas la salvación de muchos ciudadanos que viven a merced de una gestión temeraria. Políticos, amigos, eclesiásticos, cargos de confianza, nuestra Región se ha convertido en la corte del rey Herodes. Dentro de los salones palaciegos suena la música y corre el vino. Tras las murallas, la vida transcurre en un sálvase quien pueda.

La peste negra del siglo XIV trajo consigo una idea que se instauró en Europa y que nunca pudo desprenderse de nosotros: la muerte como fuerza igualitaria, en la que el rico y el pobre morían igual, el bueno y el malo, el soldado y el campesino. Esta pandemia ha descubierto, siglos después, algo que ya sospechábamos. Las plagas democratizan a la muerte, sí, pero también hacen emanar a la superficie a los sinvergüenzas. Y me temo que de esta categoría no se salva ni el obispo.

@PepeSutullena