La sabiduría popular de muchos lugares, que han crecido entre la miseria secular y sufriendo la explotación de los más poderosos, tiene a menudo una marca tenebrosa. Es la impronta del dolor, de la miseria; la marca que reflejan los golpes acumulados durante generaciones. La sabiduría popular, de los refranes, de los dichos, que se integran en el organismo infantil, lleva consigo, como si fueran marcadores genéticos, desconfianza, miedo y dolor. Son razones más poderosas que la más poderosa de las lecciones impartidas por los maestros. Sabiduría inmortal que no se olvida.

Así ya en la más tierna infancia aprendemos desde la cuna que «el que no llora no mama'», que hay que mirar por uno mismo ante la rapacidad de los poderosos y hasta de los propios que nos lo quitarán todo sin darnos cuenta, y así proclamamos: «Pan para mí, que los santos no comen».

En una carrera sin fin hacia la degeneración y la abulia estas concepciones refranescas, repetidas una y otra vez, aprendidas en el hogar, escuchadas en las calles, se convierten en el eterno Evangelio del «piensa mal y acertarás». Este tipo de sabiduría compartida se vuelve parte constitutiva de la visión del mundo; una serie de razones sistemáticas ordenadas para creer en la podredumbre moral, en la perpetuidad de las injusticias. Y por lo tanto, si queremos sobrevivir es mejor, dicen, integrarse en esa corriente de desleal picaresca que lo impregna todo, porque «hacer lo que hacen, no es pecado». De qué lealtad podemos hablar cuando la frase dicha, el proverbio alado, vuela entre ricos y pobres, entre las gentes de arriba y las de abajo, y siempre tiene el valor del hecho probado, justificador de las cosas tal y como están ahora.

Los que están arriba confirman su posición que se vuelve indiscutible, como el sol que siempre sale por el Este; los que están abajo lo comprenden y se resignan. Cualquiera, en fin, afirmaría que vivimos en un mundo donde todos somos ladrones, los pobres roban, los ricos roban, y hasta el Gobierno nos roba. Pero «quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón», está bien porque «oveja que bala, bocado que pierde», de ahí a la gran rapacidad que giraría en torno al interés propio.

Entonces, en este estanque ponzoñoso de pececillos voraces ¿por qué no distraer vacunas, imprescindibles y caras, o cualquier otro recurso necesario, aprovechando cualquier justificación?

Profesor de Historia Antigua

de la Universidad de Murcia