Con las tradiciones navideñas pasa lo mismo que con el amor en pareja; si no se cuida, se alimenta, se festeja o se le marca una fecha para celebrar, se pierde. Yo soy de las que opina que hay costumbres que no deberían desaparecer, por muy curioso que parezca llevarlas a cabo sólo en estas fechas. (Lo del amor, vamos a intentar que se alargue por el bien de todos...).

Hace unos días organicé junto a Lourdes y Olga, amigas a las que adoro, una quedada para amasar dulces típicos navideños; era mi primera vez, te diré. En realidad, esa fue la excusa para, después de mucho tiempo poder ´juntarnos' y someternos a esa terapia que tanto nos gusta hacer a algunas. No se me ocurre mejor psicólogo que una mesa con café y tres amigas contándose todo, lo profundo, lo divino y lo humano. Conversaciones sólo nuestras, de esas que empiezan comentando la salud, las notas y el comportamiento de los hijos, siguen con el libro o la serie que tenemos entre manos y si todo fluye, pasamos a comentar nuestra vida sexual, fantasías incluidas. Eso es así y siempre lo ha sido.

Mis compañeras no juzgan ni critican a otras mujeres, por eso me gustan. Tampoco juzgan ni critican a los hombres. Ahí reside su autenticidad, porque cuando se tiene una vida plena, que no significa fácil, no es necesario murmurar sobre nadie. A veces no procede llevar el estandarte de adalid del feminismo para respetar, querer, valorar y engrandecer a nuestras hermanas; algunas esa condición la llevan de serie y es algo que celebro.

Mientras el horno de leña prendía, apareció la preciosa María y se unió al grupo de reposteras; a sus 13 años se preguntaba el porqué de esta tradición. No se si fue el gintónic o la emoción contenida tras meses sin tertulias los culpables de que súbitamente me llegaran recuerdos imperturbables. Una clara nebulosa despejó mi mente y me acordé de la niña que fui hace treinta años. La que, cuando llegaban estas fechas se sentaba en la silla de la cocina de su abuela para no perder detalle de lo que en ese templo acontecía. Recuerdo que los días previos a las fiestas cada uno teníamos una misión que no hacía falta recordar de un año para otro.

Los vecinos llegaban cargados de sacos de almendra que los niños partíamos a golpe de maza sobre una placa de mármol. La cocina emanaba olor a canela, anís, leña y las vecinas amasaban todo con una delicadeza propia de Eiko Matsuda en El Imperio de los Sentidos (Nagisa Ôshima, 1976). Recuerdo el sonido del gramófono con La Niña de la Puebla entonando Los Campanilleros, también al sublime Manuel Vargas Jiménez (Bambino) cantando al amor prohibido, como el que seguramente más de una guardaba para si misma... Y a Raphael con su Tamborilero. Pero de este señor mejor no me pronuncio en esta columna, que esta semana ha concentrado a 5.000 personas en un concierto, demostrando que la Cultura es Segura si se trabaja con profesionalidad, criterio y cumpliendo rigurosamente con las medidas de seguridad, y nos ha caído una buena reprimenda a los que consideramos que esto es un rayo de luz para los compañeros, obreros de la música a los que tanto respeto y quiero.

A lo que iba... Esas eran las canciones que sonaban mientras las manos más pulcras que jamás vi ejecutaban el ritual de dar forma a polvorones, tortas de recao y cordiales. Nosotras nos decantamos por una lista que incluía a Clutch, James, Art Guy o The Fuzillis, y es que, son otros tiempos.

O no, porque con nostalgia todo permanece. A pesar de los cambios acontecidos, la tradición vuelve a fluir. Y es nuestro deber vivirlo y disfrutarlo, gozar de estos pequeños momentos de magia que nos brinda la vida . Y para el que guste, hacerlo en estas semanas que se presentan muy duras. Especialmente para los que no tendremos ni la opción de abrazar a quien deseamos, pero como alguien dijo, «la vida sólo nos pone obstáculos que somos capaces de superar».

Feliz Navidad.