Hay dos tipos de corrupción, una es la que aflige a las personas y la otra la que infecta las instituciones. Si bien ambas se retroalimentan mutuamente, la más grave y preocupante es la corrupción institucional, pues la corrupción de las personas tiene un gran efecto sobre la sociedad, pero puede ser subsanada una vez que es detectada la manzana podrida y sacada del cesto. Sin embargo, la corrupción institucional tiene profundas consecuencias, pues esta corrupción, una vez instalada en el seno de una institución, tiende a corromper a las personas y generar estructuras corruptas autorreproductivas. Si hablamos en términos eclesiales debemos denominar a esta corrupción institucional como lo hizo Juan Pablo II: estructuras de pecado.

En los últimos tiempos el Vaticano ha aplicado una política interna de limpieza de la corrupción entre miembros notables del clero, principalmente cardenales y obispos que han utilizado su posición de poder para llevar a cabo una agenda que es radicalmente opuesta al Evangelio, de modo que el adagio latino nunca se ha podido utilizar mejor: corruptio optimi pessima. En otras palabras, la peor corrupción es la de las cosas buenas, pues lo que debería producir esperanza a la humanidad acaba siendo la mayor aberración de lo humano. El Informe McCarrick es un claro ejemplo de las prácticas corruptas de personas, pero principalmente expresa con nitidez cómo funciona la corrupción instituida.

Su lectura no puede hacerse, si se es católico especialmente, sin un nudo en el estómago o conteniendo las arcadas que produce ver cómo durante tanto tiempo un ser humano pudo medrar en la Iglesia con el favor de sus superiores, destruyendo en su camino la inocencia de muchos y la fe de no pocos que creyeron, como les habían enseñado, que quienes ocupaban altos cargos en la jerarquía eclesial era porque su dignidad personal y su compromiso con el Dios de Jesús eran inquebrantables. Las familias confiaron a sus hijos a la Institución, sea para la educación, sea para la promoción al sacerdocio, sea para una formación humana y cristiana. Y la institución no solo no supo proteger, como era su deber, a estos más pequeños, sino que protegió al depredador y lo aupó a las más altas instancias de la Iglesia.

El Cardenal McCarrick fue designado para ocupar la sede más importante de Estados Unidos cuando Juan Pablo II tenía informes fehacientes de su comportamiento indigno y criminal con seminaristas y otros creyentes desprotegidos ante su aura de poder omnímodo. Esto solo fue posible porque existía una estructura de pecado que impedía a los responsables eclesiales discernir entre el bien y el mal, cayendo en lo que el Evangelio denomina como pecado contra el Espíritu Santo, aquel que no puede ser perdonado. La consigna restauradora posconciliar llevó a la toma de decisiones que generaron un mal del que no habrá tiempo suficiente para arrepentirse como Iglesia. Sin embargo, el camino iniciado por el Papa Francisco es el único que permitirá redimir a la Iglesia y volver a infundir esperanza en los corazones derrotados de tantos creyentes que pusieron su fe y su amor en ella. Una vez reconocido el pecado y expresada la contrición y el propósito de enmienda, toca cumplir la penitencia y abandonar una imagen de Iglesia corrupta que genera estructuras de pecado.

Y, para algunos, más les valdría atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al mar.