Cuando los romanos acudían al teatro a ver las comedias de Plauto o Terencio observaban al actor oculto tras una máscara. En latín, la palabra utilizada para nombrar el artilugio que cubría el rostro de los intérpretes era 'persona', un término que ha derivado en lo contrario a lo que hacía referencia. La máscara es la visión que el hombre quiere hacer ver. La mentira y lo superficial. El engaño y la simulación. Lo que hay detrás de la máscara es el ser desnudo, con sus defectos y virtudes.

Puede que la realidad a la que estamos asistiendo en estos últimos meses se parezca a una comedia latina. Lo sería, si sobre el campo de la realidad no hubiese 50.000 muertos (por contar) y el público no estuviese más pendiente de colocarse la mascarilla que de seguir el argumento de esta historia. Porque la trama que padece España es más propia de una novela de folletín que de una gran obra clásica. Pero claro, quien la escribe no ha olvidado que para llegar lejos debe tener los bolsillos llenos de máscaras. Y Pedro Sánchez se ha convertido ya en el enmascarado principal del reino.

Hay un presidente para cada estación el año. Uno para cada estado de ánimo y para cada momento histórico. Todos llevan el nombre de Sánchez, pero son siempre distintos. Su rostro que mira a la cámara con decisión, frunciendo los labios y concentrando los ojos en cada frase esconde siempre otra vuelta de tuerca a la verdad. Ya sea en el Peugeot o en el Falcon, nuestro presidente del Gobierno tiene la capacidad de usar la mentira como modus vivendi. Pasa de una falacia a otra como un Tarzán selvático entre lianas. Calculador, nunca está demasiado tiempo en el aire para no caer. En el momento justo, no olvida colocarse una de sus múltiples máscaras que lleva en el bolsillo como una bombona de oxígeno. Piensa que la democracia es él cuando sube al escenario.

La semana pasada, el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, anunció en el Congreso de los Diputados que empezaría a tramitar los indultos a los presos independentistas. No es un hecho extraordinario en la historia de nuestro país conceder el indulto a delincuentes que han intentado tumbar el orden constitucional. Lo hizo el Frente Popular con Companys en el 36 y Felipe González en el 88 con Alfonso Armada, uno de los autores del 23-F. Algunos pensarán que en este país intentar cambiar el orden constitucional por las bravas sale barato. En este caso, tan siquiera hay palabras de arrepentimiento en los Junqueras y Puigdemont de turno. Nada. Todo lo contrario, son muy explícitos en sus declaraciones. «Lo volveremos a hacer», retan al juez con orgullo.

Pero las máscaras de Sánchez llegan a tiempo para convertir la realidad. El 14 de octubre de 2019, aún siendo presidente en funciones, garantizó «el íntegro cumplimiento de la pena». Dijo en una entrevista con Carlos Alsina: «Una vez conocida la sentencia [del Procés], el debate del indulto cae por su propio peso, en primer lugar por la fijación de posición que yo hice el día que se conoció la sentencia del Tribunal Supremo». No ha tardado ni un año en cambiar su parecer. Es un giro copernicano extraordinario el de su máscara, amoldando la Justicia a sus intereses. Claro que por aquel tiempo había una elecciones en marcha y aún quedaban votantes que engañar.

Otra célebre mascarada con la que nos ha deleitado el presidente ha sido su relación con Bildu. Afirmar a día de hoy que Bildu es el vertedero de nuestra democracia no debería ser un acto heroico. Pero tiempo al tiempo. Dijo nuestro multipersonal presidente hace unos años: «Le estoy diciendo que con Bildu no vamos a pactar. Si quiere lo digo cinco veces o veinte durante la entrevista. Con Bildu, se lo repito, no vamos a pactar». Ahora le firma reformas laborales, se reúne con ellos en el despacho de la vicepresidenta del Gobierno, les acerca presos de ETA y si es necesario cena con ellos en Navidad. Todo un hito en el cambio de máscara. Trata el presidente incluso mejor en el Congreso a los cachorros de los tiros en la nuca que al principal partido de la oposición. Donde se siente un buen Otegi que desaparezca el extremista de Casado.

Normalizar a Bildu como actor político es una necesidad en el espacio vital de este PSOE. Hoy en día las mayorías son inexistentes y para gobernar serán necesarios los apoyos de los independentistas. Lo sabe Sánchez, que no tiene escrúpulos para darle la mano a semejantes personajes. Por eso la derecha no gobernará este país en al menos una década. No le bastará con ganar las elecciones, deberá sumar una mayoría absoluta inalcanzable a día de hoy. Nuevamente, el doctor Jekkyl y Mr Hyde que tenemos por presidente vuelve a tener la sartén por el mango.

Todo para pasar una noche más en Moncloa. Es su sueño. No importan los costes. Ha convertido al PSOE en un teatro de autómatas, cuyos diputados aplauden el último slogan del líder como si fuera una cita de Galeano. Se ha rodeado de serviles soldados que serían capaces de todo con tal de seguirlo hasta el precipicio. Lastras, Simancas y Calvos que se ven en serias dificultades para enarbolar una oración sintácticamente compleja pero que mueven los destinos de un país que padece insomnio con Iglesias en el Consejo de Ministros, a la espera de dar con la fórmula del descanso que ha alcanzado Sánchez.

El viento sopla de cara para Sánchez (o para sus máscaras) porque sus adversarios piensan que es estúpido y sus votantes que es cándido. Y él interpretaba bien esos dos papeles. Pero Sánchez no es ni estúpido ni cándido. Su virtud es haber convertido la mediocridad y la ignorancia en una meta en sí. Con ellas ha logrado llegar a lo más alto. Ha estudiado el terreno y lo ha abonado con paciencia. Se ha aprovechado de aquellos socialistas que ven en Sánchez las bondades del iluso y culpan a Iglesias de sus 'deslices'. Para ellos, Sánchez se ve abocado a cambiar de discursos por las fuerzas oscuras que habitan a su lado. Creen que dentro del presidente del Gobierno hay una llama de ingenuidad y que son las circunstancias las que le obligan a pactar con Bildu, a pensar en un indulto o a ensuciar la Justicia nombrando a Dolores Delgado Fiscal General. La ceguera de estos partidarios equidistantes es la peor de todas. Han vivido un socialismo que construía país, pero deben entender que ese partido ya murió y que al actual PSOE le quedan solo las dos primeras iniciales de su líder. Como un edificio en llamas, quieren confundir el humo con la niebla, pero el olor a quemado ya se hace insoportable.

Mientras tanto, el penúltimo acto de este esperpento de país está a punto de comenzar. Se representará ahora la necesidad de poner en duda al Jefe del Estado y de cambiar la Monarquía por una República. Acomodémonos en las gradas. Los Plautos y Terencios de nuestra época ni están ni se le esperan. Sánchez tiene el escenario para él solo porque la oposición es tan mediocre como él, pero sus máscaras son de papel. El público ya sospecha que Sánchez es el mejor presidente para todos aquellos que quieren acabar con la democracia tal y como hoy la pensamos. Ese es el argumento principal de esta comedia.