La primera vez que pisé Limone, en la orilla occidental de Lago de Garda, aún creía que se llamaba así por sus jardines escarpados donde crecían los limoneros. No tardé en enterarme de que el nombre en realidad procedía del latín ‘limen’ que significa límite y se refería a su situación fronteriza en el Imperio romano. Los limones no empezarían a cultivarse allí hasta el siglo XVIII.

Tampoco me costó entender por qué su característico amargor, al proceder de una latitud demasiado septentrional para los cítricos, próxima a los picos nevados de los Prealpes, era la principal razón de su éxito.

Del amargor al picor más dulce se mueven los limones del norte a sur, aunque cueste trabajo comprender el empeño de quienes decidieron lanzarse a la aventura de cultivar limoneros en lugares donde la temperatura se mantiene en ocasiones bajo cero y hay que protegerlos en la época más intempestiva de frío con paneles y tejados. Los Bettoni lo introdujeron en el Garda cuando todavía no existían las carreteras y el cítrico, que tiene una gran capacidad para adaptarse a diferentes climas, tenía que ser transportado en las embarcaciones de los propios pescadores.

Los limones pealpinos acabaron siendo más apreciados por los clientes del norte de Europa que los de Calabria o Sicilia por el amargor genuino y su piel profundamente aromática. Eran también los que primero les llegaban por la distancia que los separaba de los del Mezzogiorno.

El limón no ha dejado de producir historias provistas de misterio y encanto, sobre todo en Italia. Helena Atlee, renombrada especialista en jardinería, escribió hace algo más de un lustro un libro que en España publicaría Acantilado, que recoge algunas de ellas. Todo cuanto se refiere al limonero me resulta especialmente atractivo, hasta el punto que una vez alquilé una casa en una colina de Florencia seducido, en parte, por su nombre, La Piccola Limonaia, que tenía un pequeño jardín presidido por un precioso y fragante árbol frutal de esas características. Con la limonaia, cerca, las vistas de Florencia resultaban todavía mejores.

El licor limoncello que a uno le ofrecen en Italia proviene generalmente de Sorrento y de una variedad llamada femminello, prima hermana del sfusato de Amalfi, que se desarrolló durante mil años. El comercio entre la República de Amalfi y Oriente Medio incluyó por primera vez la fruta, pero era pequeña e intrascendente y prácticamente incomestible. Con el tiempo, los agricultores locales cruzaron la variedad original con naranjas amargas hasta que produjeron una forma conocida como nostrato, padre directo del actual sfusato amalfitano, la gloria de los limones o la pera limonera, por utilizar una expresión superlativa.

El limón, como en buena parte sucede con otros cítricos, es esencial en la cocina. La cantidad de aromas que se liberan cada vez que rallamos una corteza resulta innumerable. En el oriente próximo, la utilización es continua, desde la propia conserva de limones salados. Sin ir más lejos, en Marruecos es omnipresente en los tajines de pollo, en las ensaladas y en cualquier otra preparación. El consumo se dispara en la repostería universal y en las bebidas alcohólicas, es contrapunto ideal del tomate, del chocolate, de las guindillas y del cilantro. Lo utilizamos para refrescar las frituras y con bastante poco tino con los moluscos.

La riqueza del árbol cítrico es abundante y diversa. Los Médici, que dedicaron tiempo y fortuna a la jardinería, produjeron un fruto especial, con tonalidades naranja y amarilla, y rugosidades en la piel. El árbol en cuestión daba también frutas redondas que contrastaban con las cónicas y arrugadas, que se diferenciaban por un mayor grado de acidez. Había, además, un tercer fruto verrugoso que parecía ser una mezcla de los dos con una apariencia peculiar como provista de dedos. Ferran Adrià lo redescubrió en una plantación de Prades, cerca de Perpiñán, en las faldas de los Pirineos franceses. Quedó prendado.

No hay granizados como los de Sicilia, un verdadero paraíso de los cítricos. Pero incluso gozando de esas ventaja hay que estar atentos a la jugada para no equivocarse. Si estás allí y los ves dando vueltas en una máquina, algo que suele ser habitual, olvídate no has ido a parar al lugar adecuado. Se trata de granizados de mentira y, a menudo, se hacen con una mezcla empaquetada que se elabora, eso sí, en la misma isla. Además de ser una afrenta al granizado como es debido, esta espantosa pócima deja mal sabor de boca por su sabor químico demasiado dulce.

Busca una barra o un mostrador donde extraigan el granizado con una cuchara de un recipiente de metal, como acostumbran los heladeros, y todo empezará a mejorar. Pregunta si está hecho con jugo de limón fresco natural, spremuta di limone, y si la respuesta es afirmativa, pídelo. En ese momento, solo hay que confiar en que no tenga demasiado azúcar. La ‘granita’ siciliana se suele acompañar de un brioche ligero y aireado, de color amarillento por los huevos y de penetrante olor a mantequilla. El problema es que no todas las barras o mostradores donde sirven buen granizado tienen, a la vez, brioches comestibles de producción casera, lo habitual es que dispongan de otros de fabricación industrial, gomosos e insípidos.

Paciencia, ¿quién dijo que en esta vida todo fuera fácil?. Desde luego, no los Bettoni cuando se lanzaron a la incierta aventura de levantar los limoneros en el Garda sin siquiera disponer de carreteras para transportar los limones y darles la salida hacia las ciudades europeas del norte que los esperaban como agua de mayo.