Gaul Gauguin toca a retirada en los principales museos del mundo, de Madrid a Nueva York, y por motivos bien distintos. Ahora que estamos a punto de perder Mata Mua (1892) y la guerra entre el ministerio de Cultura y Carmen Cervera desangra el patrimonio artístico español, conviene acercarnos a aquellos años en los que Paul Gauguin decidió dejarlo todo y buscar el paraíso terrenal en Tahití. El pintor parisino había llegado tarde a la pintura y al impresionismo, pero en muchos aspectos demostró que el tiempo es un mal menor cuando se tiene talento. La fuga de Gauguin de París lo convierte en un personaje literario en sí. Un cobarde que nos enseña que el mundo del arte está lleno de huidas. No se marchó rico. Sus cuadros no se vendían en la Francia de los Manet y Monet y ya se había cansado de pintar visiones místicas de Bretaña.

Gauguin fue siempre un extraño en cualquier parte del mundo. Descubrió la pintura con casi treinta años y reflejó a través de ella su insatisfacción por la vida burguesa. Dejó su trabajo como corredor de Bolsa y abandonó a sus cuatro hijos y su mujer, una protestante fanática. Ya los había pintado y no podía sacar más de ellos. Tras tres meses de ruta en barco, en 1891 llega a la Polinesia Francesa y compra una cabaña en Papeete, donde vivirá rodeado de selva y de amantes indígenas de edad indeterminada.

El pintor se pasó toda su vida persiguiendo el Edén y no encontró más que insatisfacción. Y el calor de los trópicos no iba a ser una excepción. Para empezar, debió soportar hasta el día de su muerte los terribles dolores que le ocasionaba la sífilis. Acuciado por la pobreza, sus cuadros no se vendían en Francia y dependía siempre de la caridad de algún amigo que le mandara un giro postal. Gauguin pintaba ahorrando colores y pasando hambre. Abrazado a las botellas de alcohol y a sus amantes, de las que aprendía el erotismo y una cultura, la tahitiana, poblada de demonios y temores ancestrales.

De esta forma, su período más sobresaliente emergió a la vez que descubría una isla viva y antigua. A este período pertenece El espíritu de los muertos vigila (1892), una de sus pinturas más inquietantes, basada en su propia experiencia. Una noche volvía de madrugada a su cabaña y encendió una cerilla. Encontró a Tehura, su amante (apenas una niña), temblando en la cama, desnuda, creyendo ver un demonio. El pintor entendió que estaba ante la primera obra maestra de su estancia en los trópicos. Así reflejó el terror nocturno de la chica y un espectro que acecha al otro lado de la cama.

Pero la huida de Gauguin fue también un abandono de su europeidad. Quería dejar atrás toda la moral judeocristiana que llevaba atada a su ser como una sombra. Lo cuenta el propio pintor en Noa Noa, un relato autobiográfico de sus días en la Polinesia. Gauguin necesitaba madera para modelar las esculturas. Acudió al bosque con un guía, un joven 'mahu' que conocía a la perfección la isla. Los 'mahu' no eran considerados ni hombres ni mujeres, sino un tercer sexo. Una especie de androginia común en la sociedad de Thaití. No era la primera vez que el pintor oía hablar de ellos. En la Exposición Universal de París en 1889 había visto una fotografía de Charles Georges Spitz en donde un 'mahu' bebía agua de una cascada. La imagen se le quedó grabada a Gauguin.

De aquella excursión a la selva nació Aguas Misteriosas. Pape Moe (1893), pero también el último gran tabú que le faltaba por traspasar. Reconoce en Noa Noa cierta experiencia homosexual, un momento dulce dentro del agua donde la confusión ayudó a excitar aquel cuerpo desgastado por la enfermedad, con un placer misterioso, tanto como las aguas del trópico. El antiguo banquero de París se había destapado como un amante desenfrenado que no distinguía edades ni sexo.

Tal vez no hay mayor memoria de aquellos días que la novela El paraíso en la otra esquina (2003, editorial Alfaguara) de Vargas Llosa. El escritor hispanoperuano describe con la sensualidad habitual la inmersión del pintor en un mundo extraño, alejado de los parámetros culturales europeos y abandonado a los placeres. El libro es también una reflexión sobre la insatisfacción del ser humano, la búsqueda de las utopias y el desencanto existencial que lleva al hombre a perseguir la felicidad en universos inexistentes.

Gauguin no consiguió ser feliz en Tahití, pero su arte se elevó por encima de las academias. Representó un mundo lejano e idílico, no tan diferente al nuestro, con sus demonios y miserias, iguales que las calles de París, con otros traumas e hipotecas. Al final de sus días, murió en soledad, habiendo pintado más de seiscientos cuadros, incapaz de taponar las goteras de su cabaña, rodeado de gatos que esperaban su última exhalación.

Pero una segunda muerte se cierne sobre Gauguin en estos días de perfección moral. En un artículo publicado por The New York Times el año pasado se preguntaba la periodista Farah Nayeri si «había llegado el momento de cancelar a Gauguin». El objetivo es retirar sus cuadros de los museos por pedófilo, como si las obras de arte fueran deudoras de sus creadores. La cultura de la cancelación también llega a los museos. Los guardianes de la moral no saben que el paraíso en la otra esquina no existe. Nunca estuvo tan lejano de nuestro alcance como hoy.

Buen momento para leer a Vargas Llosa. Allí encontramos siempre a Gauguin.