Émile Zola nos lleva con La Bestia Humana, publicada en 1890, al entonces relativamente nuevo mundo de los ferrocarriles; las máquinas de vapor salvan las distancias con precisión y regularidad matemática y dibujan un nuevo mapa mental con conceptos de tiempo y espacio que borraban los restos de la antigua mentalidad de la vieja teópolis medieval que aún no habían sido eliminados por las revoluciones políticas.

En este mundo de pulcra y aparente exactitud que refleja La Bestia Humana, de transporte de bienes y de personas, de orden milimétrico y puntualidad sujeta a las estrictas leyes de eficacia y rentabilidad, confluyen una serie de personajes heterogéneos con apetitos humanos no tan impolutos, pulsiones sexuales y homicidas, que acaban colisionando entre sí. Estamos ante una historia cerrada, limitada y claustrofóbica, haciendo el pendular constante de los trenes las veces de coro trágico y alegoría del destino.

El argumento, enmarcado en las postrimerías del reinado de Napoleón III, comienza con el asesinato del crapuloso presidente de una compañía ferroviaria, a manos del violento jefe de estación, asistido por su esposa Séverine, mujer que es objeto de la violencia ejercida contra ella tanto por su marido como la víctima del crimen. Testigo involuntario y cómplice accidental del homicidio es el maquinista Lantier, verdadero protagonista de la historia; un hombre poseído durante años por una sola obsesión, la del placer que sin duda ha de otorgarle matar a una mujer con sus propias manos. Tan funesto ser humano había logrado disimular sus deseos hasta entonces reprimidos, y sublimados por la dedicación que profesaba a su trabajo técnico y por el cuidado con el que atendía a su locomotora. El amor profesado a la máquina mitigaba la frustración sexual de no tener a una mujer de carne y hueso a la que pudiera matar.

La incompetencia de la autoridad judicial se hace pronto evidente y Séverine, convertida en amante de Lantier, busca servirse de él para escapar de su marido con un nuevo crimen, sin saber que será ella quien, por fin, obre la liberación de los impulsos homicidas del maquinista, poniéndose en sus manos como víctima. Lantier, aparentemente bien librado al no ser sospechoso del nuevo crimen, es sin embargo un hombre ya irremisiblemente abocado al placer que le deparará cometer nuevos asesinatos contra las mujeres.

Aquí se plasma la dimensión demoníaca del ser humano, que lejos de ser aplacada por la técnica, es solamente enmascarada por esta, simplemente disimulada, cuando no excitada a la larga aún más. Zola parece defender que es la represión, el miedo al castigo, lo que pone solo un momentáneo freno a las pulsiones asesinas emanadas desde lo más profundo de la voluntad. No obstante, la imposibilidad de que el poder coercitivo del Estado llegue a todas partes, la torpeza de las autoridades interesadas solo en el orden y no en la justicia, hacen perfectamente posible el triunfo de los planes criminales. Sería la propia naturaleza degradada de las personas, la mala madera con que se han construido los fustes torcidos de la fábrica y aparato represor que llamamos civilización, lo que provoca en último término que aflore el delincuente, que la débil psicología humana arrastre a patologías como el alcoholismo o la ludopatía; que se abrace con frenesí la violencia y se alcance con deleite el desequilibrio de los apetitos y la satisfacción inmediata del instinto de placer.

El hecho de que en la historia construida por Zola el principal culpable escape al peso de la ley parece una burla áspera frente a un sistema judicial ciego e inhábil, en contraste con la también ciega, pero inapelable infabilidad de los sistemas mecánicos. La propia rigidez de los horarios y el pendular constante de los trenes sugieren una carencia angustiosa de libertad, una presencia acuciante de un destino ineludible, palpable en la asfixiante metáfora de la vía del ferrocarril que lleva inevitablemente a un punto final de destino. Entonces cabe preguntarse cuál sería nuestra parte de responsabilidad hacia los deseos más profundos y oscuros del alma animal que palpitan bajo la piel humana si estos fueran en verdad inevitables e irreprimibles. El instinto vive aun después de un sueño de millones de años, y es tan peligroso en ciertos individuos como lo sería una bomba sin explotar que conservara intacta su carga explosiva; igual que una legión de demonios o espíritus confinados en la prisión de una lámpara encantada o de una tinaja, cuando de repente se abren las puertas de su prisión, liberados de una caja de Pandora cuyo cierre levantarán manos de mujer.