La pandemia del coronavirus está estremeciendo al mundo. Una oscura nube se cierne sobre el planeta, generando incertidumbre, miedo y sufrimiento. Ninguna pandemia en la historia fue tan fulminante y de tal magnitud. A estas altura de finales de abril en que escribo estas notas ya van cerca de tres millones de contagiados, alrededor de 200.000 personas muertas y sigue extendiéndose a lo largo y ancho del planeta. Parece que el mundo se derrumba. Cuando todo termine la vida ya no será igual.

Es paradójico que en un mundo super desarrollado donde aquellos que creen que el poder del dinero, el desarrollo macroeconómico, el avance de la tecnología y la fuerza de las armas y de los ejércitos nos hacen invencibles, ahora estén de rodillas ante un minúsculo virus, que nos ha hecho caer en la cuenta de que somos seres vulnerables hasta tal punto que puede provocar una crisis económica mundial. La soberbia del ser humano se ha visto por los suelos.

Vivimos en un sistema cada vez más inhumano y cruel. El modelo capitalista neoliberal, hoy globalizado, ha colocado en el centro los intereses económicos y del mercado por encima de las personas, despreciando a los pobres, a los más vulnerables, a los ancianos, a los inmigrantes, a los pueblos del sur global y al medio ambiente. La expresidenta del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, llegó a decir en una ocasión que «los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global. Tenemos que hacer algo ya».

La macroeconomía se ha divinizado. Todo está en función del ídolo del gran capital. El sistema favorece la concentración de riqueza en pocas manos, dejando a millones de personas en la miseria y el hambre, al tiempo que destruye la naturaleza, nuestra casa común. El cambio climático, provocado por la degradación ecológica, rompe ecosistemas y provoca la aparición de nuevas enfermedades como el sida, el ébola y ahora el coronavirus. En la era de los grandes avances de la ciencia, la tecnología y las armas nucleares, los seres humanos tenemos cada vez menos defensas y estamos predispuestos a sufrir crecientes amenazas.

Ante la crisis de coronavirus hay quienes, con una visión crítica y humanista, ven en ello una oportunidad para hacer cambios en nuestra manera de vivir y lo manifiestan en su vida personal y en sus gestos de servicio a las personas que precisan de su ayuda. Otros, los más inconscientes, se aprovechan para acaparar histéricamente alimentos y mercancías de los supermercados, se manifiestan egoístas, insensibles, siguiendo aquella máxima 'cada quien se las arregle como pueda'. Y otros se obsesionan en buscar culpables. No es tiempo de culpabilizar a nadie. Es tiempo de reflexión y de silencio. Es tiempo de revolucionar la conciencia para generar una nueva visión de la vida y de la historia.

No podemos detenernos en ver la parte oscura del coronavirus. Hay que ver su parte luminosa. Se trata de desinfectarnos del virus del egoísmo, del individualismo, de la soberbia y prepotencia que nos envuelve, para aceptar que los humanos somos débiles y frágiles, que es necesario abrirnos a los demás, sobre todo a los más desfavorecidos, que el desarrollo más urgente es el crecimiento humano, ético y espiritual, como es la solidaridad, la conciencia de que somos ciudadanos del mundo, que todos los hombres y mujeres, sin importar el color de la piel, nacionalidad o credo religioso, tenemos los mismos derechos y deberes, que todos somos hermanos. Para ello es preciso revolucionar la conciencia, tener pensamientos limpios, superar prejuicios, desterrar miedos y fomentar vibraciones de energía que trascienda toda clase de obstáculos.

Asimismo, el medio ambiente está teniendo un respiro. El aire es más limpio. La vida animal es más libre. Cantan los pájaros por todas partes. Ha retrocedido la contaminación atmosférica que cada año mata a millones de personas, sobre todo ancianos. La Tierra, nuestra madre, respira mejor.

Esta pandemia es una oportunidad para cambiar de rumbo, a nivel personal y a nivel estructural. La codicia del libre mercado nos ha hecho mucho daño. Es necesario que el Estado se refuerce para que los servicios públicos y sociales (sanidad, educación, transportes€) mejoren su calidad y se hagan extensivos. Que todos los políticos lleguen a acuerdos y se unan en una causa común, como señala el cardenal Omella, presidente de la Conferencia Episcopal.

Creo que después de la Segunda Guerra Mundial no ha habido una crisis como esta. Después de los horrores de aquella guerra, surgió la necesidad de elaborar la Declaración Universal de Derechos Humanos. Hoy, después de esta crisis vírica se nos ofrece la oportunidad de superar toda clase de egoísmos personales y colectivos, discursos nacionalistas, racistas y xenófobos, para crear una nueva humanidad donde el poder y el capital estén al servicio de todos los seres humanos, sin discriminación.

Esta es la esperanza que alentamos en el silencio del confinamiento.