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Prometeo encadenado

Los optimistas esperan que una vacuna los aparte de la ventana y abra las puertas de su confinamiento. No hay semana que no aparezca una noticia en los principales periódicos de nuestro país: «Se empieza a probar una vacuna», «Nueva vacuna descubierta en tal Universidad americana», «China testa su nueva vacuna». Los pesimistas no entendemos un carajo de epidemiología, pero tenemos la certeza de que si el final del confinamiento depende de una vacuna prometida tendremos tiempo suficiente para acabar con las existencia de nuestra biblioteca. Y nuestra paciencia.

A corto plazo, volcar las esperanzas de recuperar la vida anterior a través de la inmunología es algo tan difuso que deberíamos hacer acopio de mascarillas y guantes para los próximos meses. Asumo, sin embargo, que los tests circulan en esa extraña dimensión donde la fe juega un papel interesante: las autoridades dicen que se han hecho cientos de miles, millones, pero pocos son los que los han visto. Más nos vale, para variar, refugiarnos en Grecia unos días y buscar, al menos, el consuelo a la ignorancia.

Hoy es Esquilo el que cruza mi mirada. Observo su Prometeo encadenado. La imagen del Titán siempre me ha parecido extravagante. Una especie de Cristo mil años antes del monte Calvario. Uno de los mitos fundacionales de la humanidad, que decidió ponerse del lado de los hombres dándoles el fuego. El comienzo de la civilización, cuando pasamos de arrastrarnos por la naturaleza a dominarla.

Prometeo entiende el padecimiento de los mortales. Los observa caminar perdidos por el mundo, con mascarillas, sentados en sus ventanas, esperando a que llegue el día en que puedan salir de casa sin utilizar el carrito de la compra como tapadera. Se apiada de ellos. Quisiera ofrecerles la vacuna que los salve. Pero los dioses griegos suelen ser crueles en sus castigos. Sobre todo, insistentes. La pena de Prometeo no fue que un buitre le comiera el hígado. Eso sería un regalo de la benevolencia. Fue la certeza de saber que millones de buitres, o acaso el mismo, devoraría su mismo órgano todos los días de la eternidad. Y la eternidad, como podemos observar en nuestra ventana, es innumerable.

Aún así, los optimistas siguen esperando a su Prometeo. Lo confunden con el repartidor de correos a veces. O con un discurso ministerial. Los pesimistas, de nuevo, echamos agua al fuego (regalado por el Titán). Sabemos que Prometeo se esconde en una montaña, lejos de la ciudad. Está encadenado y sufre por las noches un castigo excesivo. Espera que alguien vaya a liberarlo. Y para que suceda, aún debe llegar al menos el invierno.

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