Yo nunca he contado mi vida por primaveras, por abriles. Yo soy un hombre del Sur, que dijo el clamoroso Pedro Garfias en un poema titulado Asturias (lo hizo famoso Víctor Manuel a principios de los ochenta del siglo pasado), y habitualmente he medido mi vida por veranos, por junios, que siempre me fueron más gratos, más íntimos, más amistosos.

Pero este año extraño me paso mucho rato en la ventana buscando la primavera, porque tengo la impresión de que se ha extraviado. No aparece por ningún lado. La busco en la luz, en la temperatura de la mañana, en las primeras flores del jazmín (esas que vienen con una herida de un delicado color violeta entre los pétalos), pero no aparece, no la encuentro, no hay manera. Todo lo que hallo sigue teniendo el sabor plomizo del invierno, esa aspereza de lo crudo y de lo gélido.

Como no puedo salir a la calle, a llamarla por las esquinas como al perrillo que se nos escapó y que no regresa, me asomo a la ventana y miro a lo lejos por ver si se aparece de pronto con un puñado de vencejos al atardecer y una redada de azules en la mañana.

Y aquí llevo más de un mes, sentado junto a esta ventana que se ha convertido en una frontera, esperando su venida. Se sabe que llega porque tiene una luz descalza, premura de pájaro y un algo inquieto que la hace para siempre niña. Y no quiero moverme de aquí hasta que llegue, no quiero alejarme mucho de la vidriera para que la primera flor de la buganvilla me encuentre desvelado, atento como un padre primerizo, para comprobar otra vez que es púrpura la vida y que aún está en mí, una ciclo más, como un regalo, como un milagro.

Porque para mí se ha convertido en un símbolo de que todo vuelve a ser como solía, a que hemos regresado a las calles, a los abrazos, a la alegría. Porque tengo la esperanza de que el día que deje de grisear la luz tras los cristales será el día en que, de nuevo, seremos los mismos que fuimos.

Y, sin embargo, los augures nos advierten de que no va a ocurrir. Seguramente cuando volvamos a nuestras vidas, a nuestros caminos y a nuestros amigos, la primavera se habrá perdido ya para siempre y de ella solo podremos recordar que fue gris, y que estuvo presa, y que es irrecuperable como son irrecuperables todos los muertos y todos los besos que no pudimos darles porque es invierno aún y porque la primavera, aunque nadie se ha acordado de contarlo, también ha muerto por coronavirus.