Ahora, en estos momentos tan duros y críticos para ellos, como siempre: hay que estar con nuestros mayores. Arrinconados en una sociedad hedonista henchida de una falsa eterna juventud que ya tuvo que recurrir a sus escuálidas pensiones cuando la crisis de hace una década obligó a sus hijos y nietos a depender de su sustento. Las compartieron orgullosos de sentirse parte de quienes, en ocasiones, les habían racionado el afecto o el contacto. Utilizados como canguros sometidos a la crianza y la educación de nuestros vástagos mientras los padres trabajan. No digo ya si encima se trata de familias monoparentales sujetas a la custodia compartida. Todo a cambio de una compensación inmaterial aún cuando sea para ellos el salario mejor pagado del mundo. El del cariño, el del roce casi a diario, el de compartir sus sentimientos, el de escucharles; escucharles con admiración y sorpresa aunque sean, de cada tanto, las mismas historias que nos relaten.

La sociedad ha cambiado. Es absurdo plantear los modelos que se diluyeron durante el siglo pasado cuando los núcleos familiares incluían abuelos, padres e hijos bajo un mismo techo y donde la mujer ejercía un sacrificado eje sobre el que giraba el cuidado de todos.

Hoy en día, los mayores son celosos de su independencia mientras se valen, sus hijos e hijas trabajan fuera y dentro del hogar aunque todavía con grandes desequilibrios en esto último, y los retoños de éstos buscan la independencia en cuanto pueden por la vía de los estudios o el empleo, a pesar de que sea tan precario que haga tambalearse sus anhelos de autosuficiencia.

La hilazón en aquella comunidad de la misma sangre era la supervivencia económica, la costumbre social y el respeto impuesto desde el quinto mandamiento de una religión, entonces omnipresente, que hablaba de «honrar a tu padre y a tu madre» y que curiosamente no empleaba el verbo 'amar'.

En la actualidad, el único cable permanente que sujeta esa relación en las familias, el nexo que funde ascendientes y descendientes, es el cariño, el amor, el sentimiento de pertenecer a unas raíces de apellidos enmarañados y la defensa a ultranza de los más débiles.

Sí, son ellos, nuestros padres y madres, nuestros abuelos y abuelas los que se enfrentan desarmados a la mayor amenaza sanitaria en España desde la gripe de 1918. No les dejemos solos ante el enemigo. Ni en las residencias ni en sus casas.