Pongo mucho cuidado al elegir el punto de encuentro, practico lo que te voy a decir, escojo la ropa, el peinado y mis palabras con sumo cuidado. No quiero estar atractiva ni llevar ninguna prenda que te recuerde a algun lugar o momento feliz. La cafetería no debe ser ninguna de las que frecuentamos y todo esto, a estas alturas, es bastante difícil pues queda poco Madrid que no nos haya visto besarnos. Así que me decido por una zona de las afueras poco transitada y elijo una cafetería bastante modesta y tranquila.

Me siento con todo el peso del mundo en el sofá y te llamo por teléfono:

—¡Pero si es lo más bonito del Universo! —suena directamente al otro lado del auricular y yo adivino tu sonrisa, tus dientes y esos hoyuelos, deliciosos y encantadores.

—Hola. ¿Qué tal? —digo sin poder disimular mi tristeza.

—Pues sí que estamos buenos. Yo diría que mejor que tú. ¿Qué me dices? ¿Nos vemos luego donde siempre?

—Nos vemos luego, sí, pero ahora te envío la ubicación exacta.

—Hija, estás rarísima. ¿Estás enfadada? ¡Qué habré hecho yo ahora!

—No, no estoy enfadada. No has hecho nada. Tengo algo importante que decirte.

—Ya me estás preocupando. La verdad es que últimamente estás rarísima. No sé quién eres ni qué has hecho con mi preciosa novia. Luego me lo cuentas, ¿vale? Procuraré no llegar tarde.

Cuelgo sosteniendo las lágrimas y mi alma. Hace días que no hago otra cosa que llorar cuando llego a casa. Me quedo dormida, agotada, hasta que suena la alarma. Me ducho, me pongo el modelo que decidí y acudo a nuestra cita. Tú no lo sabes, pero será la última.

Llego pronto y me acomodo en una mesa del fondo, distrayendo la pena entre las páginas de un periódico que alguien ha dejado manchado de café.

Suena la campanilla que avisa cada vez que alguien entra en el establecimiento. No miro, pero sé qué eres tú. Mi corazón, después de tres años, palpita con fuerza siempre que estás cerca y esta no ha sido una excepción.

Me atrevo a mirarte y ruego a las lágrimas, que luchan por brotar, que se replieguen, trago saliva y me trago con ella las ganas de besarte como siempre, de tocarte el culo con disimulo y de sonreírte con cada poro de mi piel y comienzo la actuación.

—Tengo que decirte algo importante y espero que hagas el ejercicio de entenderme. Sé que no es fácil, te ruego comprensión y respeto, por favor.

—Cariño, ¿qué pasa? ¿Estás bien?

—Mira, sé que te he dicho muchas veces, cada día, que eres el amor de mi vida, que no he querido a nadie como a ti, que jamás he sido tan feliz y esto ha sido así mucho tiempo, pero...

Nunca te he visto llorar y mis palabras se ven interrumpidas por la sorpresa y el desastre de verte hacerlo ahora.

—Sé que será duro para los dos. Trata de entenderlo. Las cosas se acaban, las mejores y las peores. Todo tiene su fin.

—Esto es una broma de las tuyas. Mira que eres cabrona. Casi me lo trago.

—¡Mírame, escúchame! No es ninguna jodida broma. Te quiero mucho, pero no te amo y nosotros no nos merecemos algo así. Tú te mereces que te quieran como te he querido hasta hace poco y yo no merezco permanecer con nadie por pena ni por costumbre.

—¡Pero qué coño estás diciendo! —susurras con la cabeza entre las manos, los codos apoyados en la mesa y la vista fija en la mancha café del periódico.

—Lo siento mucho, no sabes cuánto. No me busques, no me llames. Es lo mejor para todos. Créeme.

Te paso la mano por el pelo y me levanto. Me llevo mi dolor y mis mentiras fuera de la cafetería. En la mesa, dejo a un hombre que no entiende nada. Un hombre al que jamás conté lo que sufrí antes de él. Un hombre que respetó mis silencios respecto a mi vida anterior. Un hombre que no supo de los abusos, del maltrato, de los golpes, de la cárcel que padecí durante demasiados años. Nunca te conté que huí de un monstruo, que dejé mi ciudad, mi casa, mis cosas, que cambié mi pelo, mi aspecto, mi nombre, mis apellidos y mi número de teléfono, que borré todo cuanto pude, pero que, finalmente, no ha sido suficiente.

El mal nunca duerme y hace unas semanas, recibí una llamada con número oculto: «Te he encontrado, hija de puta y se te ve muy feliz. Mira que eres puta. Aléjate de ese cabrón si no quieres que alguien salga herido». El monstruo hablaba muy en serio. De nada servirá la orden de alejamiento. Sé que puede hacerte mucho mucho daño y por esto he preferido dejarte yo herido de muerte y con los ojos perdidos en una mancha de café.

Nunca más me verás, nunca volveremos a besarnos, jamás volveré a ser feliz.