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Mujeres sin mácula en la Iglesia

Como se ha hecho costumbre la desigualdad en la Iglesia, hoy las mujeres se rebelan hasta que la igualdad se haga costumbre

Hoy, 1 de marzo, las mujeres en la Iglesia han dicho ¡basta! La desigualdad no es un producto ni de la voluntad divina ni de una incapacidad achacable a su condición femenina, como si las mujeres fueran menores de edad perpetuas, como si de su naturaleza se dedujera una mácula que les impidiera estar presentes en los lugares donde se toman las decisiones que afectan a todos y a todas en la Iglesia.

Por eso, como se ha hecho costumbre la desigualdad en la Iglesia, hoy las mujeres se rebelan hasta que la igualdad se haga costumbre. Porque no es sino una costumbre, una mala costumbre, que las mujeres no sean consideradas dignas de presidir las reuniones, de servir la Palabra o la Mesa eucarística, de participar en la toma de decisiones en sínodos o concilios. Es una pésima costumbre que nació con el clericalismo y que tiene su origen en una concepción de Iglesia que se aleja de los orígenes y se parece más a las estructuras que dieron soporte ideológico a la extensión del Imperio romano que a las comunidades nacidas al calor de la vida de Jesús de Nazaret.

A las mujeres se las vinculó en el siglo IV con el pecado mediante una lectura del relato del Génesis que culpabiliza a la mujer de la caída de Adán y a las mujeres, por herencia de Eva, de la concupiscencia masculina. San Agustín establece el vínculo entre sexualidad, mujer y pecado, y desde entonces es un lugar común en la literatura sobre el pecado esta unidad indisoluble.

La mujer es voluble, inestable, caprichosa; con su actitud, con su simple presencia, puede inducir al varón al pecado. Por eso, los varones perfectos son castos, crean un grupo separado, se dedican al gobierno de la Iglesia y custodian los misterios sagrados; son los sacerdotes de la Nueva Alianza, que están en la Iglesia in persona Christi, que gobiernan, dirigen y santifican, como Cristo, la Iglesia y el orbe entero.

Estos varones, alejados del pecado, de la sexualidad y de la mujer, son los verdaderos y únicos representantes de Dios; ellos y solo ellos, un coetus cerrado, son los que pueden ejercer en la Iglesia las funciones divinas. El resto de creyentes, en especial las mujeres como grupo humano completo, quedan expulsadas de la vida de perfección evangélica, a no ser que, reunidas en una comunidad religiosa, viviendo la castidad y la obediencia absolutas, se entreguen a la oración o a la caridad.

Entonces, y solo entonces, al dejar de parecer mujeres, serán aceptadas en la vida de perfección evangélica, aunque en un grado inferior, pues no pueden acceder al orden sagrado de ninguna manera.

El verdadero pecado original de la Iglesia está en el desprecio a las mujeres, pues nace con él el clericalismo, el juridicismo y el triunfalismo que el Cardenal Suenens criticó tras el Concilio Vaticano II. Aceptar la igualdad plena y real de las mujeres en la Iglesia es tomar en serio el evangelio y hacer justicia de una vez en la Iglesia.

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