La primera vez que vi a José María de Loma fue hace 20 años. Los mismos que ya tiene cumplidos. Por aquel entonces, yo solo soñaba (y no estaba tan lejos de conseguirlo) con ser algún día un periodista de los de verdad con aspecto de ensimismado cazador de noticias y una parcelita de redacción en la que sembrar parrafadas y titulares. Quería parecerme a Loma y a otros compañeros suyos a los que veía cuando caía la tarde (incluso la medianoche) fumando a la intemperie el enésimo viaje de ida y vuelta al ordenador. A simple vista, proyectaban sendas apariencias de redactores de raza como los que salen en las películas y de clientes recién llegados del estanco que Harvey Keitel regenta en Smoke.

Poco después, en cuanto se me abrió la puerta de ese oficio maravilloso que casi ya no existe tal y como todavía se entendía entonces, no solo me quedaba mirándolos. Además, los saludaba. Y, luego, en más de un bar terminábamos recitando cada uno a nuestra manera aquel verso en el que Claudio Rodríguez le da la bienvenida a la noche con su peligro hermoso. Desde aquella época hasta hoy han llovido muchas columnas de José María de Loma ante las que sigo aprendiendo como aquel principiante que escrutaba impresionado a quienes ahora son sus compañeros en 'La Opi'.

Ni en mis mejores sueños me habría visto compartiendo la atmósfera de un periódico en la que, una de esas veces en las que atravieso la redacción para vacilarle (en el mejor sentido del verbo) a Loma, él me hubiera regalado un libro como Vacilarle a un ángel (Fundación Unicaja), una necesaria antología de sus artículos que se sugiere exquisita desde ese prólogo en el que Mariano Vergara le pide que, en su faceta de padre, nunca deje de llamarle gorrión a su hijo.

En sus columnas (o sea, en la vida misma de quien lleva la tinta de las rotativas en la sangre que heredó del inolvidable Rafael de Loma) José María juguetea con la extraña belleza de las palabras raras. Abanica adjetivos. Perpetra aforismos.

A veces, se instala en una dulce ironía como si fuese su lugar en el mundo. Una especie de isla desatada en la que él y su magistral convivencia con el sentido del humor no necesitan la pulserita del todo incluido para orquestar una borrachera con tragos largos de balsámico surrealismo. Para desbarrar con la precisión de un francotirador que le dispara sonrisas, incluso carcajadas, a quienes ya no entienden el desayuno sin sus artículos y le dan más prioridad en su mesa que al mismísimo pan que salta desde el trampolín calcinado de la tostadora.

Esa realidad, la que su 'palique' cincela en negro sobre blanco, es de las pocas que todavía se soportan.