Desde que Rousseau popularizó la expresión 'economía política' y, todavía más, desde que Marx afirmó que las posiciones políticas son un trasunto de los intereses de clase, en Europa estamos acostumbrados a asociar la riqueza con el egoísmo y sus expresiones ideológicas y políticas.

Sin embargo, pese a las muchas y poderosas fuerzas culturales que ha tenido en contra, el deseo de riqueza muestra una notable persistencia. Y no se trata solo de la influyente corriente ideológica moderna que toma al rico por sospechoso cuando no por directamente culpable. Con frecuencia tampoco las religiones han mirado con buenos ojos a los ricos a los que se ha amonestado muy severamente, y otro tanto se puede decir de las escuelas morales filosóficas.

Esa convergente opción preferencial en favor del pobre, que muchas veces es más bien en contra del rico, ha generado defensas y elogios de la riqueza que suelen retar con descaro la inquina hacia los ricos que parece dominante. En su favor no hay que descartar que la animosidad general hacia los ricos sea en muchos casos el reverso del deseo insatisfecho de riquezas que, vuelto contra sí mismo y transformado en malevolencia, inculpa a quienes nos parece que lo han logrado. Seguramente el poder de la envidia en el alma humana es difícil de exagerar.

Pero tampoco se puede ocultar que la riqueza deja de ser inocente ante la pobreza y el sufrimiento de muchos otros porque implica al respecto obligaciones insoslayables. La riqueza entraña una misión en relación a la pobreza: colaborar a reducirla si es que no es posible eliminarla. Las políticas públicas de redistribución de la riqueza no anulan dicha responsabilidad porque el rico no puede enajenar su responsabilidad en el Estado que, a su vez, tampoco puede pretenderlo. Y no vale predicar lo anterior solo de los individuos, sino que hay que considerarlo también de las sociedades prósperas respecto de las menos desarrolladas.

Sin embargo, las reticencias ante el rico se tornan admiración en las sociedades de matriz anglosajona, en las que la sospecha a priori recae más bien sobre el pobre, que padece -además de su pobreza- una inculpación difusa que alcanza también a los países menos desarrollados, y alimenta el sentimiento de superioridad de los más prósperos.

En las sociedades europeas continentales las tensiones entre uno y otro extremo se hacen visibles en la general aceptación de la igualdad como meta política y en el no menos general deseo de enriquecimiento: parece que prefieren la igualdad los que ganan con ella, mientras que entre los agraciados el deseo de igualdad decae. No obstante, en nuestras sociedades ha sido posible una conciliación eficaz entre ambos extremos que hemos llamado 'la clase media', en la que la disponibilidad de una relativa abundancia atenuaba las tensiones igualitarias, al menos las más rupturistas y radicales.

Con toda probabilidad, la actual crisis o empobrecimiento de las clases medias es un fenómeno correlativo con la creciente polarización e inestabilidad de nuestros sistemas políticos. El decaimiento de la esperanza de enriquecimiento o de aseguramiento de un cierto estatus y su transformación en miedo al empobrecimiento son el conjunto de pasiones que se metabolizan políticamente en los populismos.

Además, la globalización ha introducido un nuevo factor que decide si los populismos se hacen de izquierdas o de derechas: la pobreza como posición frente al rico y la movilidad global de la riqueza es de izquierdas, pero la pobreza como oposición frente al más pobre y la movilidad global de la pobreza, es de derechas. Y como la membrana social que separa una posición de la otra es muy tenue, la transferencia entre ellas es fluida. El fascismo y el comunismo tienen matrices pasionales muy afines, y sus mutaciones postmodernas también, por muy atenuadamente que se reformulen.

El populismo de derechas sobrepone a la obligación de asistir al pobre la obligación de hacerlo en primer lugar con el más cercano y de ahí que tienda a definir espacios cerrados para la solidaridad, y que sirva de aliento a los localismos nacionalistas que se expresan tanto en aislacionismos proteccionistas como en los independentismos segregadores.

Todo lo anterior ha ocurrido entre nosotros. Por un lado, el final del bipartidismo ha consistido en la fragmentación de los dos grandes partidos que lo articulaban en favor de formaciones que aumentan la polarización. Por otro, el surgimiento del independentismo catalán en plena crisis económica lo delata como una forma de segregación proteccionista que aspira a restringir el ámbito de la solidaridad.

En ese contexto, la imposibilidad de los partidos más alejados de los extremos para componer una mayoría de gobierno es señal de que perciben que las tendencias polarizantes les desangrarían en favor de sus opositores más radicales. Por su parte, la composición de una mayoría social comunista con apoyos independentistas supone tanto una oportunidad incierta de moderar las tendencias rupturistas, como de hacer naufragar los restos de la moderación política de izquierdas en nuestro país. Y todo ello en medio de un posible empeoramiento de las condiciones económicas.

Tal vez fuera el momento de esperar que la opinión pública se orientara por criterios distintos de los económicos. Como Hobbes señaló, las posiciones políticas derivan de pasiones que no tienen su única causa en los intereses económicos, y surgen también de motivos identitarios, culturales y religiosos que con frecuencia se asocian entre sí.

En nuestra historia no ha faltado el influjo de motivos identitarios y religiosos, por desgracia sin demasiada buena fortuna y necesitan ser reformulados en profundidad. Pero ha faltado y falta una auténtica y extensa ilustración cívica que forme una opinión pública capaz de establecer sus posiciones y preferencias políticas sobre el análisis informado y el debate templado y reflexivo.

No es una quimera bien intencionada, sino una urgencia en la que nos jugamos el futuro de nuestras sociedades. Esa deficiencia cívica tiende a reducir nuestra política a una creciente polarización derivada de intereses enfrentados que generan pasiones que aseguran el enfrentamiento incluso a falta de intereses en disputa y en perjuicio de los intereses comunes.