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Debatientes

Lo que vimos antes de ayer fue una disputa mediocre entre cinco líderes que aún no han entendido ni a quién querían convencer ni por qué

Hubo un tiempo cuando era joven en el que me dedicaba al debate de competición. Básicamente eran torneos en los que universitarios de todo el mundo se enfrentaban entre sí hablando de la independencia de Quebec o de las virtudes del canibalismo.

Los temas y la postura a defender generalmente se decidían con quince minutos de antelación, en que los debatientes debíamos construir nuestras razones para convencer al jurado especializado de que nuestra postura era la correcta. Los jueces, por su parte, tenían que valorar en relación a criterios objetivos (nexo causal de los argumentos, lógica intrínseca, etc.) cuál de los equipos y posturas sobresalía por encima de las demás. Había que demostrar no sólo que uno llevaba razón sino también por qué.

Cada vez que hay un debate electoral recuerdo aquella etapa con nostalgia. Particularmente, porque en general ninguno de los candidatos a la presidencia del Gobierno pasaría una ronda clasificatoria de un torneo de debate local de la Universidad de Murcia. Ya no es que sean incapaces de desarrollar tres argumentos seguidos con solvencia, es que ni siquiera entienden cuál es su objetivo en la contienda.

En un debate de competición generalmente hay público que aplaude las falacias y jurados que las detestan. El aplauso fácil suele ser el enemigo directo de la victoria, pues los famosos zascas se construyen generalmente sobre ideas vacías, golpes bajos o ataques personales. No es ninguna sorpresa que el fervor popular tienda a valorar más la forma de desarmar a un rival que la construcción del podio propio.

Precisamente por eso es fundamental la diferencia entre el debate de competición, en el que los jueces tienen la obligación de abstraerse de lo efectista para centrarse en lo racional; y el debate político en el que el espectador, que es el juez, tiene la obligación de valorar lo que le dé la real gana de la forma que mejor considere.

Y es por ello que los debates electorales, al contrario que los debates de competición, no pueden basarse en estrategias que pretendan convencer a todos aquellos que te han de juzgar. Los debates políticos se preparan seleccionando a un segmento concreto de la población al que aspiramos a persuadir, y con ello elegimos el fondo que trataremos (con los temas que más le interesen a ellos, ya sea Cataluña, pensiones o natalidad) y la forma que les resulte más efectista (vehemencia [zascas incluidos], templanza o parsimonia).

Por eso, que a un votante potencial de Podemos le espante la actuación de Abascal es irrelevante, pero que a un potencial votante de centro le guste más Rivera o Casado que Sánchez puede marcar la diferencia del resultado electoral.

Lo que vimos antes de ayer fue una disputa mediocre entre cinco líderes que aún no han entendido ni a quién querían convencer, ni por qué, ni (oh, sorpresa) que el resultado de sus palabras no es una actividad extraescolar sino el futuro de nuestra nación.

Supongo que lo peor de todo es que, si esto fuera una competición, los perdedores no serían ellos, seríamos nosotros. Y peor aún que eso es que, al parecer, nos da igual a todos.

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