Llámame cateta, pero acabo de instalarme Spotify por primera vez. Estoy emocionada. Sabía que existía, pero como siento al mismo tiempo fascinación y repelús por las nuevas tecnologías, me daba miedo no dar con la tecla y terminar con ganas de tirar el teléfono por la ventana. ¿No te pasa a ti, que hay aplicaciones que no hay forma de que hagan lo que tú quieres, o que no hay quien las entienda? Cuando me pasa eso, me siento perdida en el espacio sideral. Igual que mi abuela cuando llegó el año 2.000, y ella decía que estábamos apañados con el año doscientos. Tal cual.

Pero cuando mi hermana me mandó un vídeo del concierto de los Hombres G cantando Sufre mamón a grito pelado, pensé que había llegado la hora de intentarlo. Luego los físicos buscan agujeros espacio-temporales y viajes en el tiempo. No saben que si tú le dices a cualquiera 'boca de piñón' y le preguntas a qué año ha ido, te lo clava. Si le insistes, hasta se teletransporta rebobinando una cinta de casette con un boli Bic.

Treinta segundos más tarde de ver otro vídeo, esta vez de las chicas cocodrilo, estaba escuchando en Spotify todas las canciones de aquella época. Es más, para hacer mi viaje temporal más real, hasta me he hecho una carpeta a la que he llamado Lentas, como decía Gabino Diego en El Club de la Comedia. Si es que estoy ambientada total.

Antes de que empezara lo gordo del concierto, actuaron El Sótano del Doctor, que para mí son buenísimos. Yo los descubrí el año pasado, cuando después de un día de lo más accidentado (creo que fue el día que nos instalamos en la playa, así que fíjate) me volví con Elena a Murcia para ver a Los Secretos, que teníamos las entradas desde hacía un montón, y también actuaban ellos.

Aquel día, como iba con Elena, no quería irme al mogollón. Me daba miedo, yo qué sé, una avalancha de gente o cualquier cosa. Así que elegí un sitio centrado pero seguro para verlo bien, con tranquilidad y sin sobresaltos. Empezaron a tocar los de El Sótano del Doctor y allí estábamos Elena y yo, haciendo tiempo para nuestro concierto, escuchando tan tranquilas. Pero la cosa se fue caldeando y yo empecé tímidamente a hacer palmas con algunas canciones, a corear algún estribillo. Yo le insistía en que estábamos en un concierto, y que la gente de alrededor también cantaba y bailaba. Pero notaba que ella sentía como si un foco de la Guardia Civil, desde un helicóptero, la señalase sólo a ella cada vez que yo hacía palmas. Así que yo, en medio de tanta gente pasándolo bomba, me contenía. No había necesidad de que pasara un mal rato la cría. Hasta que escuché a quién le importa lo que yo haga. Madre mía. La plaza, entera, se había puesto en pie. Saltando al ritmo de la canción y, para espanto de Elena, al mismo son que yo saltaba. Cuando la miré, estaba transfigurada, pidiéndome que me calmara. Que no era una niña, decía.

Aquella noche estuve bailando, y para horror de Elena, gritando las chicas son guerreras, no soy de nadie, no tengo dueño, prometo ver la alegría? Entregada en cuerpo y alma a Alaska, a Nino Bravo o a Nacha Pop. Yo, y mi otro yo de hace treinta años. Viajando en el tiempo, anda que no.