Las necrópolis romanas solían situarse junto a las puertas de entrada de las ciudades. La de la puerta Nocera y la de Herculano tienen mausoleos espectaculares y la iluminación nocturna con que nos reclama Pompeya tiene un matiz especial en la noche de difuntos. La noche de Halloween que nos meten hasta en la sopa es heredera tanto de rituales celtas como de la noche de ánimas, tan aparentemente cristiana. Casi ninguna celebración tradicional del cristianismo puede excusar sus raíces paganas, pues la buena nueva del evangelio no está en las formas, sino en una parte casi imperceptible del contenido, justamente la más importante. Cuando la esquizofrenia social se cuestiona los símbolos navideños en los centros públicos de enseñanza, es paradójico que un ritual importado de extraños personajes que viven otro calendario se imponga sin objeción alguna, más aún cuando se adelanta en veinticuatro horas a lo que sí marcaba la tradición judeocristiana. ¿La puerta que se abre al más allá es acaso giratoria o tiene horario de ventanilla grabado en una lúgubre y marmórea lápida? ¿Existe el tiempo reglado en la dimensión de los espectros y fantasmas?

En todas las civilizaciones hay un tiempo y un espacio para los muertos. Será porque hay una noche al año en que se abren las puertas del hades, será porque nada puede avanzarse sin los pioneros que nos precedieron, será que la sangre nos llama con voz queda y nos recuerda que no somos más que el eco de sueños que existieron antes de nuestra propia conciencia. Casi todo se desvanece en el recuerdo de nuestros antepasados.

Los románticos decimonónicos trataron de advertirnos contra el peligro de la noche de difuntos. Bécquer avisaba a los amantes que no salieran a buscar las divisas de sus caprichosas enamoradas, Larra sólo conservaba en este día una esperanza agónica, casi salva, poco antes de ausentarse definitivamente descerrajándose un tiro en las sienes. ¡No haya cuidado, querido lector! Los cantos de sirena me son inanes, pues me hallo atado a estas páginas cual Ulises al palo mayor de su frágil esquife y fuera de ellas ya perdí mis redes por caer en otras de indeseada huida.

Mas pierdo la conciencia del tiempo al olor de las castañas asadas cuando la tarde ya declina las mustias horas que preceden a las sombras. El bullicio de los cementerios se apaga en las reflexiones que traen el recuerdo vívido de aquellos que ya no están. Una mariposa prendida sobre el aceite, mientras se escucha el susurro de lares y penates, acompañará la noche fría y húmeda. Nada hay más efímero que el presente, pero tampoco hay nada más vivo que el sueño que nos despierta en la vigilia. A la salmodia del oficio de difuntos, casi extinta en el bullicio callejero del truco o trato, se contrapone el pulso de la sangre caliente en las venas. Serán distintos o nuevos ritos los que ocultan la inmanencia genética del viejo código. La puerta del paraíso no tiene mejores luces cuando su blanquecino reflejo es tan pálido como la piel ebúrnea que muestra las pinturas del esquelético rapaz.

Sí, el miedo a la muerte está presente en estos días de tardes tan breves como un hueso de santo o un buñuelo relleno de crema. Mas la vida fluye con renovada intensidad, pues está demostrado que la muerte no es el punto final, sino el eterno retorno de la naturaleza y de los astros. Nada muere para siempre, la vida se transforma y vuelve a surgir con imperiosa fuerza, tal que la muerte de las estrellas es una refulgente supernova que sucede al colapso sin solución de continuidad, o un agujero negro que, lejos del vacío, todo lo contiene en su propia mismidad. La herencia genética transmite nuestro hálito de vida más allá de nuestro recuerdo en el río caudaloso de la humanidad, para desembocar en el ciclo imparable de la naturaleza.

Sin embargo, hay lugares en que el sonido de la hojarasca, la luz incidental y oblicua de la tarde otoñal sobre las piedras o un paisaje de cromatismo inusitado, de verdes, ocres y amarillos, reververa en un estremecimiento que nos alerta, un escalofrío que nos recorre o simplemente el ensueño de las vidas transcurridas en esa misma encrucijada. ¿Es una puerta al averno o sólo una ventana? Cualquiera de los supuestos es válido, o es erróneo, ante lo incógnito. En el mundo de cuantiosas incertidumbres, buscamos la seguridad que perdimos en los dioses que nos abandonaron, o tal vez fuera que los enterramos en un espejismo de infinito. El ser o la nada, que apostillaría Jean Paul Sartre, con un existencialista ejercicio que paradójicamente nos requiere un vitalismo feroz, como si del vértigo ante el vacío sugiriera una urgencia provechosa e ineluctable.

El día de difuntos es también el de la vida, pues los muertos siguen recorriendo las veredas que transitamos mientras permanezcan en nuestro recuerdo y aun después, cuando se pierda la memoria de la sangre y se haga más incorpórea su presencia, convertidos para siempre en dioses manes nos susurrarán tras el aleteo de una mariposa o en el rumor de las altas copas de los árboles; y en la fría suavidad del mármol o en la piedra tallada que se conserva en ruinas de épicas proezas, quizá de líricos instantes, nos quedará un breve fulgor de imágenes, tal vez de palabras quietas, casi sordas. Estamos vivos, toda la gloria del mundo no es más que un destello. Carpe diem.