12 de MAYO

Fragancias. Los sábados suelo entrar con Teresa en la tienda Las Orzas, de la calle El Botellero. Es uno de esos raros comercios tradicionales que han conseguido mantenerse incólumes ante el avance de las grandes superficies. En él se venden especias, hierbas medicinales y aromáticas, legumbres a granel... La fragancia que se respira nada más entrar evoca las callejuelas de Marrakech. Sus dueños pesan la mercancía en la balanza con admirable meticulosidad. Lo habitual es que haya cola. Mientras esperamos nuestro turno, me gusta leer las etiquetas de los tarros que se agrupan ordenadamente en los anaqueles: borraja, cantueso, acedera, té de Pakistán, espino blanco, milenrama, raíz de malvavisco, pasionaria, regaliz, pimentón de la Vera, caléndula, arraclán, hierbaluisa, corteza de tilo, pedúnculos de cerezo€

13 de MAYO

Burocracia zombi. Soñar con zombis es algo recurrente en esta cabeza a la que llamo yo; sucede una vez cada dos años, y se trata siempre de una pesadilla angustiosa que, además, suele prolongarse varios segundos en la vigilia. Los malditos zombis han vuelto a despertarme esta madrugada. Su enfermedad se transmitía por la saliva y convertía instantáneamente a los contagiados en asesinos convulsos y descerebrados. Nuestra especie iba a ser aniquilada en cuestión de días, sin solución posible. Yo corría acompañado de alguien (no consigo recordar quién) a través de callejones oscuros en los que se agitaban las copas de los árboles. Justo unas décimas de segundo antes de que me atrapasen, he conseguido despertar. Ya en el mundo real, me he encontrado por el paseo Rosales con Fulgencio García, de la familia de los Susanos. Como sé que trabaja en Madrid, le he preguntado qué hacía aquí un lunes por la mañana. Ha venido para arreglar algo relativo a una herencia (me ha explicado), una serie de engorrosos trámites burocráticos que viene alargándose ya tres años. «Lo que hay que hacer para quitarse tanto papeleo de encima», ha dicho elevando los brazos, «es liquidar toda la herencia, gastarse el dinero, y, cuando se acabe€». He concluido la frase por él: «¡Pegarse un tiro!». «Exacto», ha respondido. Ambos nos hemos carcajeado.

14 de MAYO

Hacer clic. Al caer la noche tengo una larga conversación con mi hija acerca del sentido (o la ausencia de sentido) de la vida. Tiene veintiún años, estudia Psicología y su mente (para lo bueno y para lo malo) parece discurrir por derroteros no muy alejados de los míos. Los budistas llamaban ´el despertar´ al descubrimiento de la vacuidad, y Marta ha acuñado una expresión propia para nombrar ese mismo estado: ´hacer clic´. Nunca se vuelve a ser exactamente la misma persona después de hacer clic, después de descorrer el velo de las apariencias. Admito que es duro vivir con los ojos abiertos, pero (le aseguro) con el tiempo llega a aceptarse. Hablamos de inteligencia artificial, del número de estrellas en el cosmos, de la cinta de Moebius, de Harari (a Cioran, por el momento, lo mantendré lejos de su alcance). Aquí estamos, padre e hija, en este salón de una ciudad cualquiera de un planeta insignificante, mientras a nuestro alrededor palpita el universo inconmovible (pero también conmovedor) que nos engloba.

15 de MAYO

El abuelo de los demás. Empiezo a leer la flamante novela de Miguel Ángel Hernández El dolor de los demás, que tuve ocasión de examinar cuando era aún un borrador. Miguel Ángel ha partido de un asesinato ocurrido en su juventud (su mejor amigo se despeñó por un barranco después de matar a su hermana) para trascender los esquemas del thriller y erigir un libro confesional donde expone sin pudor sus intimidades y libra un conflicto interior entre dos mundos: la ciudad y la huerta. A pesar de conocer el argumento, quedo atrapado de nuevo por su lectura, indicio de que ha sabido crear una obra de envergadura.

Las primeras páginas de la novela, en las que el autor se propone escribir sobre uno de sus abuelos (desechando luego la idea), me llevan a pensar en mi propio abuelo paterno. Aunque murió cuando yo tenía veinte años, nunca llegué a verlo, y ni siquiera sé a ciencia cierta cómo se llamaba. Puede que Manuel. No existían retratos suyos en casa y, de hecho, hasta hace muy poco no vi sus facciones por primera vez, en una foto en blanco y negro. Su memoria había sido borrada, extirpada, cercenada de la historia familiar, y las únicas referencias que hacían alusión a él tenían que ver con cierta misteriosa estancia en Alemania. Por supuesto, yo había rodeado su figura de toda serie de fabulosas hipótesis.

Sólo hace unos años, cenando en Murcia, traté de sonsacar a mi padre al respecto. Para mi sorpresa, habló como si nunca hubiera existido ningún tabú. Tal vez no había tratado antes el asunto por simple pereza o, tal vez, había transcurrido ya demasiado tiempo para que siguiera guardando rencor. Supe así que el abuelo fue militante socialista en la clandestinidad, que tenía un taller (¿una herrería?) y que, en la Córdoba de posguerra, abandonó a su familia (mi abuela y sus cinco hijos) para irse a vivir con su madre. Jamás se marchó de la ciudad. Aunque mi padre no me explicó más, sí agregó este detalle: cuando yo era niño, aquel ser esquivo solía mirarme desde lejos por las calles de Córdoba (fui su primer nieto) pero nunca se me acercó.

16 de MAYO

Wolfe. Ha fallecido a los 87 años (la edad actual de mi padre) Tom Wolfe. Más que por su novela La hoguera de las vanidades, prefiero recordarlo por fundar el ´nuevo periodismo´ o, al menos, ser una de sus figuras más descollantes. Antes de él, los periodistas se limitaban a redactar las crónicas de forma objetiva y aséptica. Demasiado vanidoso para ajustarse a ese patrón, Wolfe se invitó a sí mismo a formar parte de la noticia, imponiendo su propia subjetividad y dejando plasmadas sus opiniones (a veces caprichosas). Es decir: hizo literatura. El periodismo no ha vuelto a ser el mismo desde entonces, y los artículos que recurren a la fórmula de Wolfe son, probablemente, los únicos que perdurarán en el tiempo.