Decir lo que uno piensa y decirlo a la cara es el catecismo instalado en los programas de telerrealidad. Más que de la reflexión de los protagonistas, esta filosofía se acrisola con la intención de los guionistas, al escoger personajes primarios, de pocas vueltas, poco ilustrados y poco talentosos, lo más semejante a un cocodrilo o a un alcornoque, con una pizca de alma para experimentar, teledirigir y poner en ridículo. Ser sincero, en esa ética rústica, que no cándida ni de buena fe, no sólo significa decir lo que uno piensa cuando se lo preguntan, sino también, vigilantes con este impulso moral, de revelación incontenible y por amor a la verdad dañina, descararse con energía aunque no pidan a uno su parecer, buscar raudo la ocasión para oponerse al prójimo sin tapujos, vigorosamente, estimulado por la bestia. Pero cuando estos infelices salen del plató van percatándose de que el mundo real todo lo permite, salvo la sinceridad.