Dice que siempre le hago lo mismo y no le falta razón, pero no seré yo quien lo reconozca. Pongo el grito en el cielo pidiéndole auxilio y cuando me ofrece un arsenal de posibles soluciones, no sé qué pasa que, al final, encuentro otra alternativa.

Voy conduciendo, hemos pasado la tarde juntos y le he estado comentando que aún no tenía ninguna idea para el artículo. Lo he dejado para ultimísima hora, como siempre. Suena el CD que me grabó. ¿Quién hace estas cosas hoy día? Este chico no es de este siglo. Este chico es algo raro. Este chico me encanta.

Voy descontando kilómetros para llegar a casa y me van entrando sus mensajes de whatsapp con su tono personalizado, por supuesto. Esa musiquita está conectada con algún botón que pone en mi cara una sonrisa boba y hace galopar mi corazón. ¡Dios, qué estúpida soy!

No quiero pensarlo demasiado, pero este chico me gusta más de la cuenta.

Vuelve a sonar su tono de whatsapp, procuro no distraerme y sólo alcanzo a leer: «Te mando alguna idea, nada más». (Sonrisa boba. Corazón galopante. No pensar.)

Siguen entrando mensajes y hago el ejercicio de autocontrol de no mirar.

En nada estoy en casa y me tumbaré cómodamente sobre la cama para releer la conversación, como de costumbre. Me encanta hacer eso. La mayoría del tiempo estamos gastándonos bromas en tono desenfadado, pero va intercalando auténticas perlas que alimentan esto que siento y que no quiero, no puedo pensar. Hay trocitos, entre sus letras, que podría recitar de memoria. Otras veces soy yo la que, prácticamente, lo obligo a que me diga algo bonito. «Si lo sientes, lo dices o te arranco la cabeza», le escribo yo muy finamente.

Al fin en casa.

Me quito los tacones y los dejo tirados detrás de la puerta y el sujetador colgado en el picaporte. El vestido, en el segundo tirador que me encuentro. Los pendientes, bajo la almohada. Esto también me hace pensar en él. No he visto persona más ordenada. Se me ocurre que si algún día lo invito a casa, antes tendré que contratar un servicio de limpieza profesional especializado en desinfectar quirófanos o escenas del crimen.

Me estiro en bragas sobre la cama y abro su whatsapp.

¡Qué mono es! Le estuve contando que mi hijo pequeño está interesado en mudarse al extranjero cuando sea mayor y me sugiere: «Escribe la historia que te gustaría que le sucediese, algo arriesgado e intrépido». Me envía una lista de naciones en las que podría mantener la doble nacionalidad (cosa que preocupa mucho a mi pequeño) y una serie de enlaces sobre países europeos con curiosidades y peculiaridades fuera del alcance de los tópicos. «Para que se note que te documentas», añade. A éste, al final, me lo como.

Dice que él no sabe inventar nada ni relatar, pero a mí me tiene absorta en la lectura y atrapada en cualquier estupidez que sale por su boca.

«Con que te sirva para poner la primera palabra o la última del artículo, me sobra».

Y se despide con un: «Escribe lo que te salga del pie, que es lo que vas a hacer».

Pero cómo me conoce tanto en tan poco tiempo. Efectivamente, no voy a escribir nada de lo que me sugiere. Tampoco voy a escribir sobre el amor, que mucho que no quiero pensar en ello, pero desde que nos frecuentamos no escribo sobre otra cosa.

Mi estúpida sonrisa se borra de mi cara. Tengo la piel erizada. Soy la única persona en el edificio familiar. Mis padres continúan en la playa y mis hijos están este fin de semana con su padre. Los vecinos han alargado el veraneo. Aquí no hay ni un alma. Estoy escuchando ruidos en el exterior. Me precipito sobre la ventana. No se ve nada. Saco la cabeza y medio cuerpo por la ventana y miro hacia arriba y hacia abajo. Nada. Lo que sea ha entrado.

Siempre fui muy miedosa, desde pequeña. Dormí con mis padres hasta los doce años. No oficialmente, pero amanecía en su cama cada mañana. A partir de los doce, amanecía debajo de la mía.

Me he quedado sin batería. El móvil agoniza junto a mí. El cargador lo he dejado tirado en algún punto indefinido de la casa en mi distraído camino hacia el dormitorio. Bendita idea la de no tener teléfono fijo. Repaso mentalmente a quién hubiese llamado si tuviese la posiblidad y sólo se me ocurre su nombre. Definitivamente, este chico me gusta demasiado.

Pero no estoy para amores ahora. Hay un ruido, que no logro reconocer, acercándose a mi cuarto. Estoy en bragas. No me parece una forma digna de morir, si nos ponemos en lo peor. Así que agarro la camiseta de este chico, con la que duermo desde hace un tiempo (lo sé: si no me mata lo que sea que se aproxima, lo hará este puto romanticismo) y me la pongo. Dios, me la he puesto del revés. Todo me pasa a mí.

Me meto debajo de la cama. Hay pelusas. Me estoy manchando su camiseta y me acuerdo de él y me prometo limpiar más a fondo si sobrevivo.

Definitivamente, suenan pasos, se dirigen sin duda hacia la puerta de mi dormitorio. Recuerdo que tengo un arma. Es una taza que él me regaló. Lleva un corazón y reza: «Te quiero y te requiero». La tengo sobre el escritorio. La cojo y me coloco detrás de la puerta, oculta tras el perchero de pie de mi abuela.

Debí poner pestillo en mi puerta, pero para qué, si nunca traigo a nadie a dormir a casa. Pues sí, debí ponerlo.

El picaporte gira eternamente. La puerta comienza a abrirse, lo suficiente para que entre una persona. Aparece ante mí el cuerpo de un desconocido de espaldas. Golpeo su cabeza con todas mis fuerzas con la taza. Ésta se rompe y la cabeza del tipo sangra como una fuente. Registro sus bolsillos en busca de documentación. No lleva nada. Está inconsciente.

Le ato una toalla alrededor de la cabeza para taponar la herida y sus manos con una cuerda que portaba en uno de sus bolsillos. Lleva además cinta aislante gruesa de un tono plateado. Entrelazo sus tobillos y sello su boca, sin saber muy bien por qué y sin moverlo del suelo. El individuo lleva un teléfono móvil ¡cargado! Llamo al 112 y pido ayuda para el desconocido. E inmediatamente, lo llamo a él cuyo número he memorizado sin saberlo. Posiblemente, el único número que he memorizado desde 2002. Descuelga el teléfono y mi voz, no parece mi voz:

«He roto tu taza y creo que la próxima historia que escriba será de miedo. Por cierto, te quiero».