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Punto de vista

Mis estimuladores políticos

Reconozco que uno de mis estimuladores mentales favoritos es el señor Puigdemont, presidente de la Generalidad de Cataluña e impenitente separatista.

Ha confesado a sus próximos que probablemente acabará en prisión, pero que lo asumirá si es por el bien de la futura república catalana. ¿No os recuerda, amigos de entre sesenta y setenta años, a aquellos heroicos comportamientos que exhibíamos ante nuestros compañeros y compañeras por el bien de la futura democracia española? Creo reconocer en Puigdemont y sus premoniciones carcelarias las mismas cosquillas que sentíamos al correr delante de los grises en aquellos saltos de protesta, de corta duración pero cuidadosamente planificados.

Dicen que la Historia es maestra de la vida. Si la analogía anterior vale de algo habrá que recomendarle a Puigdemont que vaya arriando la estelada y dejando para un futuro indeterminado la declaración unilateral de independencia. Porque se me va la memoria al curtido y correoso Santiago Carillo reconociendo la bandera española y aceptando la forma monárquica del Estado. ¡Caray!

Tras cuarenta años de resistencia sin vacaciones, comprendió que era lo mejor para España y para su partido aceptar transformar la inquietante ruptura democrática en una reforma con todos sus avíos. Pues igual ahora: la independencia de Cataluña es imposible y no simplemente porque lo diga la Constitución y lo avale el contexto internacional, sino porque parece que el pueblo español, representado en las Cortes, no está por la labor.

Así que los separatistas no chocan con la letra de una ley fosilizada como gimen, sino con la voluntad viva de un pueblo soberano, el español, del que forman parte también los catalanes. No es cuestión, pues, de abogados del Estado y fiscales, como se lamentan algunos separatistas, sino de un deseo de unidad, colaboración y progreso que recorre España desde Cádiz a Coruña y desde Badajoz a Gerona. Tampoco el final de la Dictadura se produjo simplemente por transitar de la ley a la ley, sino porque multitud de personas, de todos los colores políticos, querían dejar de ser súbditos y pasar a ser ciudadanos libres e iguales.

Más estimulante todavía, hasta el punto de rozar lo cómico, es la reciente misiva que Puigdemont a la presidencia de las Cortes. Pide abrir un debate en el Congreso de los diputados sobre la independencia de Cataluña, lo que está muy bien, pero exige que no se vote nada al respecto, lo que está muy mal. Y está muy mal porque es la Mesa del Congreso la que establece el desarrollo de las iniciativas que decida tramitar, pero sobre todo porque votar es el único modo de saber lo que piensa el conjunto de los diputados sobre el tema y, no menos interesante, cada uno de ellos.

Tiene gracia, maldita pero gracia, que uno que se presenta como firme defensor del derecho de los catalanes a votar sobre todas las cuestiones que deseen, sean o no competentes para decidir sobre ellas, quiera impedir que los congresistas españoles voten. Puro cinismo: yo quiero votar, no quiero que tú votes y, además, sostengo que tú quieres impedirme votar.

Pero lo más gracioso del asunto es que previsiblemente obligará a la Mesa del Congreso a votar si el Congreso debe votar. ¿Ninguno de vosotros, queridos vejetes, ha estado nunca en una asamblea universitaria en el que tuvimos que votar si someteríamos a votación determinada propuesta? Es para sentirse como Peter Pan.

Los afanes estimuladores de Carmen Montón, la consejera valenciana de Salud, se quedan en agua de borrajas al lado de lo anterior. Y eso que, consideradas aisladamente, sus propuestas serían tan notables como cómicas. Su imposición de no llamar 'niños' a los niños, sino decirles 'criaturas' es soberbia. ¿Convendrá entonces referirse a la niñez como la criaturidad? Pero sobre todo se pregunta uno si habrá caído Montón en la cuenta de que es posible que el término 'criatura' haga alusión a una creencia cristiana según la cual cada uno de nosotros ha sido creado por Dios o, más modernamente, que Dios ha intervenido en el origen de cada niño, o sea de cada criatura, que sería en realidad una creatura.

Doy por supuesto que no estamos ante ninguna artimaña sutil para potenciar el marco mental e ideológico cristiano, lo que podría tener consecuencias indeseadas en la cuestión del aborto, sino que se trata de pura ignorancia, y acaso desinterés, por la bella disciplina de la etimología.

Antes de tratar de imponer ninguna neolengua conviene echar un vistazo al Diccionario de la RAE. Más que nada para evitar desagradables sorpresas. Y eso sin insistir en que cualquier intento de implantar una neolengua es una forma de totalitarismo. Y si tampoco ahora sabe de lo que hablamos, lea 1984. Es muy ilustrativa, criatura.

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