abían terminado la nieves en la cordillera donde habito. Santo Ángel era sol y un frío húmedo que calaba los huesos, pero no era peor que aquellos parajes donde había algunos grados bajo cero. A eso, a la temperatura que indica los termómetros con la influencia de la humedad y el viento se le llama resultante térmica, es decir, la que sientes realmente en tu cuerpo. Esto es lo que sentíamos nosotros hasta que llegamos a Pomodoro un grupo de amigos.

Todo fue sentarnos y, como me gusta la música, puse en mi móvil varias cosas de música italiana. En primer lugar algo de ópera del mejor de todos, Luciano Pavarotti, que cantaba Nessun Dorma; después a Andrea Bocelli y a Sarah Brightman (una de las voces más hermosas que jamás he oído) cantando Por ti volare.

Me pasa siempre: cuando oigo ópera me acuerdo de Nápoles. Y cuento el día en que me acerqué al 'teatro di San Carlo'. El más importante de Nápoles y uno de los más famosos del mundo. La gente aquel día, supongo que así es siempre, iba vestida de gala para entrar a ver y oír la representación operística.

Pero nosotros íbamos a comer a Pomodoro. Saludamos a Domenico (más conocido en el mundo del cine por Mimo) y a su señora Marielle. Muy pronto vinieron Alessandro y Angela a nuestra mesa y ya pedimos para comer dos ensaladas y alguna pasta con su respectiva salsa. La birra Moretti y un poco de vino hicieron el resto animado de aquella pasta fresca que tanto nos gusta.

Y entre la comida, la música, la conversación y el recuerdo de Sicilia (cómo me gusta oír hablar a Mimo de su tierra) y de la costa amalfitana, siempre soñando con volver a nuestra querida Roma, se nos pasó casi la tarde queriendo regresar para estar en la verdadera patria que es la del corazón y su querencia en cada momento, porque no hay amor sin querencia, sin apetencia, pero nosotros sí que sabíamos lo que deseábamos.

Y así, entre la pasta que había cocinado Nico, y el afecto de los Rizzo, sentíamos a Italia más cerca que nunca. Y yo sabía que debo volver a descubrir aquella poética de los herméticos como Giuseppe Ungaretti y Eugenio Montale, que buscaron la pureza original de la palabra, enfrentándose al énfasis retórico de D'Annunzio y a los temas convencionales de Pascoli, afirmándose, entonces, con la experiencia simbolista francesa de Mallarmé o Valéry, buscando reasignar al mensaje poético una carga expresiva absoluta que lo alejara del aspecto meramente comunicativo del lenguaje para conseguir impresión sentimental directa.

Se trataba entonces de dar con la poesía de un momento puro relacionado con los sentidos de la vida, con la unidad de un amor que se ha vivido y se recuerda siempre, como aquel de Montale: «He bajado millones de escaleras dándote el brazo / y no porque cuatro ojos puedan ver más que dos. / Contigo las bajé porque sabía que de ambos / las únicas pupilas verdaderas, / aunque muy empañadas eran las tuyas».

Y cómo nos gustaba entonces creer que estábamos en Italia, ¿en dónde? Era lo mismo: Positano, Roma, Corleone, o aquel lugar que aún nos queda donde el siena sobresalta al amarillo. Y entonces, los recuerdos que yo viví frente a la prisión romana de donde vienen los gritos por la tarde preguntando el preso desde detrás del muro a su amada que le escucha y le contesta que todo va bien. Esto era el cine y yo, en San Francesco di Sales, en el Trastevere, y gracias a mis hijos, aunque tan lejos del ahora Pomodoro. Y tan cerca.