Un tal H. C. publica en El Mundo un libelo titulado El peor oficio del mundo y desata la indignación entre los abogados, ofendidos ante un vilipendio tan gratuito. Desconozco si el autor ha perdido un juicio y le han condenado al pago de las costas del contrario, pero parece probable. Por lo pronto, también abomina de policías, árbitros de fútbol y políticos, profesiones que, según dice, nacieron después de la degeneración. Supongo que se refiere a la expulsión del Edén, del que debía conocer todos los rincones. Por lo que dice y cómo lo dice no merecería mas respuesta que el desprecio, pero con el de mis colegas ya cuenta sobradamente ese exiliado del Paraíso. Mas al hilo de las banalidades que dice y las confusiones que tiene, me viene la pregunta que me han hecho miles de veces y que no vendría mal contestar reposadamente: ¿cómo se puede defender a alguien sabiendo que es culpable?

La respuesta no es tan sencilla, porque la pregunta encierra en sí misma cierto maniqueísmo: la verdad es una y todo lo demás es mentira. Pero eso no resistiría ni la primera pregunta sencilla de Sócrates: ¿qué es la verdad? Si entramos en este juego, caminaremos por las veredas de la epistemología, circundaremos la ontología y haremos una excursión por los primeros tiempos de la filosofía. Demasiado rodeo. Acompáñame, amable lector, por un periodo que nos apasiona a ambos, el mundo clásico, tal vez veamos alguna luz:

Atenas, en el ágora, Siglo IV a. C. Se enjuicia a los almirantes de la flota que derrotó a Esparta cerca de Lesbos. Poco después de la batalla, se desencadenó una tormenta y los victoriosos atenienses no pudieron rescatar a los náufragos de los tirremes hundidos. Los estrategos que no escaparon fueron sometidos al juicio de la ciudadanía, convertida toda ella en un gran jurado popular. No fue suficiente el testimonio de los pilotos que aseguraron que el rescate era poco menos que imposible. Poco antes de la votación, un hábil demagogo sometió a la asamblea una cuestión de procedimiento: votemos si los juzgamos en este momento a todos juntos y si se les condena, que se ejecute inmediatamente la sentencia. Ante la oposición de algunos ciudadanos por lo que era un evidente cambio de las reglas constitucionales, se propuso que quien se opusiera a la moción sufriera la misma pena que los almirantes. No hubo más oposición que la de Sócrates, entonces presidente de un tribunal maldito. La pena, no hay ni que decirlo, fue la de muerte. La siguiente batalla naval, Egospótamos, fue decisiva para la capitulación final de Atenas en la guerra del Peloponeso, que terminó con su democracia y su época de esplendor.

Si esta historia no ilustra con claridad meridiana la necesidad de un proceso que garantice el derecho de defensa, unas reglas prefijadas y el respeto por la ley, nada habremos adelantado y volveremos a la época de Lynch, a la condena de inocentes y, ya para entonces, estaremos en manos de demagogos que despreciaban la ley y el derecho a un juicio justo.

Roma, en el foro, siglo I a. C. Cicerón es un joven abogado que defiende a Roscio, acusado de parricidio. El letrado pone de manifiesto una oscura trama de corrupción que, amparada en las proscripciones de Sila, amasaba la fortuna de Crisógono, un liberto de la confianza del dictador. El juicio supuso la caída del medrador y puso freno a las falsas delaciones confiscatorias.

El trabajo del abogado no siempre consiste en defender a inocentes, pero tampoco su misión es exclusivamente conseguir la absolución. Una buena defensa puede tratar de conseguir una conformidad con cierta benevolencia punitiva o evitar un pleito del cliente mediante un acuerdo lícito con el contrario. Si nos trasladamos al ámbito del derecho privado, comprobamos que la búsqueda de la verdad no es siempre el objetivo, sino que lo es el amparo de la ley. En ese terreno confirmamos antiguas teorías del conocimiento que podríamos mostrar en el dicho nada es verdad ni es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira. ¿Y en el ámbito administrativo? La Administración se erige en ejecutora del interés general, pero también en un Leviatán que menoscaba y constriñe cada vez más al individuo. El argumento del abogado es el mismo que el que debiera presidir la pulcritud del funcionario, tan íntimamente ligado a la proscripción de la arbitrariedad, muchas veces vestida de libérrima discrecionalidad técnica. Sin el abogado, el juez no ejercería su control de la Administración, aunque tampoco debiera condenar al acusado en un procedimiento inquisitivo, ni dirimir sobre los distintos derechos que asisten a los ciudadanos en sus controversias más o menos cotidianas.

No está el abogado para hacer justicia, sino para pedirla. La misión del juez es aplicar la ley, a veces con menoscabo de aquella. Es el legislador quien debe hacer leyes justas. Y la del ciudadano, demandarlas y exigirlas. La del periodista es recoger la voz del pueblo, contar fielmente lo que pasa y procurar ser veraz en la noticia y riguroso en la crítica. El autor del pasquín no pasará a la Historia de la Literatura, pese a ser amigo de putas y panaderos; dice el ínclito que aquella es la profesión más antigua y honrada del mundo. Permítanme que disienta, pues quien vende su cuerpo no está exento del mercantilismo que contribuyó a aquella degeneración original de la que habla. Y cuando nuestros antepasados fueron expulsados del paraíso, por incumplir las leyes de los dioses, no tuvieron otra que hacerse cazadores. Hay también, desde entonces, hombres que se hicieron lobos para el hombre. Sobre todo, aquellos que desprecian a sus semejantes.