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El furioso Alvarado

Mi nombre es Pedro de Alvarado y soy el más cruel de todos los conquistadores que han de ver las tierras del Nuevo Mundo. Los indígenas, salvajes impíos, me llaman Tonatiuh, el dios Sol, por mis cabellos dorados y mi piel blanca iluminada por dos ojos azules que les fascinan y al tiempo aterran. Durante meses nos halagaron y honraron como a sus nuevos amos. La Serpiente Emplumada llamaban a Cortés, aquel que había de venir de donde nace el sol. Hipócritas. Aún recuerdo la infausta noche en que con engaños y añagazas trataron de matarnos a aquellos que nos quedamos en Tenochtitlán mientras el grueso de nuestro ejército marchaba a la costa al encuentro de los traidores cubanos. Lo que ellos no se esperaban es que yo estuviera informado y que les estuviera esperando. Veo ahora sus caras espantadas cuando, teniendo a toda su clase nobiliaria encerrada en el gran salón junto con nosotros, ordené cerrar las puertas y matarlos a todos. Hermosos penachos de mil plumas de quetzal arrojados sobre el suelo empapado de sangre. Mis camaradas apuñalándolos sin piedad. Así trata Castilla a los felones. Así mata Alvarado a sus enemigos.

Pasaron los meses y tuvimos que marchar de la capital mexica. Burdas trampas nos fueron lanzadas y como leones no escapamos de ninguna, sino que contra todas arremetimos tan valientes como ciegos. Pero tras mucho luchar, heridos y escasos en número, no quedó otro remedio que retirarnos. Por poco no morimos todos. Yo mismo tuve que usar una lanza para saltar sobre un arroyo. Gran parte del oro desapareció aquella noche triste en la que partimos. Nos dieron por muertos. Por acobardados a los pocos supervivientes. Por retornados en nuestros barcos.

„Cuánto se equivocaron, los malditos.

Pues Cortés, maestro de la diplomacia, dotado de letras y latines, acordó con todos los pueblos enemigos de los aztecas una coalición. En la misma nos rehicimos, recibimos camaradas y pertrechos y, en obra que habrán de contar las crónicas, construimos una flota para asediar la capital enemiga desde el lago que la circunda. La victoria fue poco a poco nuestra y volvimos a entrar en la ciudad. Calle por calle, casa por casa, recuperamos lo que nuestro mando nunca debió perder. La batalla empezó hace ya varios días y aún sigue cuando estas palabras les cuentos a sus mercedes y al galope, entre los templos, bajo los cielos de México, vuelo con mis hombres para salvar a nuestros camaradas robados por estos bárbaros que no te matan en el campo de batalla, sino que te secuestran para poder sacrificarte en el altar de sus demonios de la guerra.

Galopo en las explanadas de la refulgente Tenochtitlán, la más bella entre las bellas, la joya americana que Cortés desea ofrecer pura y perfecta a su majestad nuestro rey y señor Carlos. Galopo con diez jinetes a mis espaldas camino de la más alta de todas las pirámides cuya escalinata, voto a tal, pienso subir sin bajarme del caballo y al galope. Allí han llevado a los nuestros y allí los veo arrastrados por guerreros semidesnudos coronados de plumas hacia el altar donde les esperan brujos de largos cabellos negros, armados con dagas de obsidiana, vociferantes en su lengua extraña en la que prometen a los demonios a los que adoran ofrecer el corazón de estos extranjeros, comer sus extremidades y arrojar sus torsos escaleras abajo.

„Tal cosa no será hoy, hijos del averno.

Grito desenfundando mi orgulloso acero castellano y espoleando a mi montura para que suba la empinada escalinata del templo. Ilumina el sol mis cabellos dorados, mi barba clara, mi mirada de rapaz que sube a los cielos para de ellos traer de vuelta a sus amigos. Cruzo vapores de sangre, siento jadear a mi caballo, escucho los gritos guerreros de mis camaradas detrás de mí, llego al pie del altar, encabrito a la bestia que ruge entre mis piernas, sus patas delanteras se alzan, mi figura se recorta colérica en la mañana mexicana, las trompas de los indios aúllan, sus tambores retumban, sus guerreros me miran espantados un instante antes de que sus pechos se abran cruzados por mi espada, heraldo de muerte y venganza, cayendo en llamas desde las nubes. Siento la sangre salpicando mi cara, mis bigotes erizados, mi armadura quemada en cien batallas. Los matamos a todos. Rescatamos a los nuestros. Destruimos sus altares. Prendemos fuego a su templo.

„¡Por el rey y por Castillaaaaa!

Alzo el acero al cielo. Miro la ciudad en llamas bajo los cascos de mi caballo. Arrasada bajo la furia de las bestias barbadas, de los asesinos de civilizaciones, de los monstruos ávidos de oro, de los malvados españoles. Los nuestros pelean en cien batallas allá abajo. Antes de que acabe el día salvaré a Cortes de que lo lleven a otros altares como este. En unas horas, apenas un día, la ciudad será nuestra. Decenas de miles habrán muerto. Pobres necios. Nunca supieron que estaban siendo conquistados, que su cultura había muerto, que sus profecías eran ciertas y que de los mares de levante habían de venir los dioses que finalizarían su era y destruirían el mundo.

Mi caballo se agita y siento su fuerza indómita bajo mi cuerpo tenso y ensangrentado. Enfundo la espada. Sujeto firme las riendas. Pierdo la mirada en el horizonte enrojecido. Sí, dentro de cientos de años nos insultarán. Nos llamarán asesinos. Nos tildarán de criminales. Arrasamos una cultura. Terminamos una entera civilización. Matamos y esclavizamos. Nuestra furia, nuestra rabia, nuestra ambición incapaz de saciarse nos llevó a cruzar un océano para convertirnos en señores o morir en el intento. Pero, demonios, apenas unos cientos luchamos y vencimos a millones y eso es valiente y audaz. Tanto, que jamás en la historia nadie podrá emular nuestra epopeya. Miraos al espejo vosotros, españoles del futuro, miraos y decidme a mí, a Alvarado, al loco, al asesino, al furioso, que habéis hecho vosotros, que haréis, que seréis en vuestras vidas. Y yo os digo que nada comparado con la leyenda que ya nunca abandonará nuestros nombres.

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