Me temo que esta columna me va a traer disgustos. Con mis hijos, con mi compañera, con los amigos de mis hijos, incluso con varios de mi generación, defensores a ultranza de los beneficios de Twitter, Facebook y otros achiperres propios de la innovación en las comunicaciones, o como se diría ahora, usando uno de esos palabros de desconocida etimología, comunicacional.

Me van a tachar de antiguo, nostálgico y varias lindezas más acordes a mi edad; me dirán que estoy en contra del futuro, que niego lo inevitable. Pero lo siento. Estoy de las nuevas tecnologías, como única y absoluta verdad, hasta más allá de donde puede estarse. Y no es que yo esté en contra de los avances de éstas como herramienta. Me he pasado horas y horas borrando con tipex los errores cometidos en la escritura de un guion, incluso he aguantado el nombre de un personaje con tal de no tener que volver a escribirlo cada vez que éste aparecía.

Así que bienvenidas sean por el tiempo y trabajo que nos ahorran. Reconozco que han supuesto algo así como el paso de la pluma de ganso al bolígrafo, aunque no me imagino a Cervantes o Shakespeare escribiendo compulsivamente con la única motivación de no tener que mojar de continuo la pluma en el tintero. Así que avance sí, comodidad y rapidez en la comunicación, también. Pero de ahí a llamarlo Revolución en el sentido de hecho liberador va un gran e inabarcable abismo.

Bien que ahora uno se entera en el momento de lo que está pasando en la otra parte del planeta; que también quienes antes no tenían voz alguna han encontrado un pequeño espacio donde hacerse oír. Pero es tanto el abuso de información, es tanta el ansia por saberlo todo, que la función de ésta, desprovista de tiempo para la reflexión, se esfuma en la urgencia de la acumulación de noticias.

Luego está lo de la Cultura gratis, eufemismo por el que el creador no cobra por su trabajo, pero sí que lo hacen las multinacionales de la comunicación y las operadoras de telefonía, ofertando más megas y más velocidad de descarga. A cualquier creador nos gusta que cuanta más gente conozca nuestra obra, mejor, pero no que el fruto de nuestro esfuerzo vaya a abultar los bolsillos de quienes se apropian de éste en aras de la libertad de conocimiento.

Y hay más cosas. Ese cotilleo incesante por el que yo me tengo que enterar de la borrachera que se cogió ayer noche tal o cual persona que se ha hecho mi amigo en Facebook, las carantoñas de su niño o las piruetas del perrito. O esa desmedida confianza en la seguridad de la Nube, que ha provocado la destrucción de negativos de películas o planchas de imprenta, olvidando que, al fin y al cabo, se trata de un invento militar y como tal, siempre peligroso. ¿Y qué pasaría si un día, al enloquecido general de turno le da por apretar un botoncito y nos quedamos sin Nube, quiero decir, nos quedamos sin historia, sin memoria, sin pasado?

Ahora, lo peor de todo, es ese afán de saber exactamente el qué, el cuándo y el cómo que se ha desatado entre los usuarios de móviles inteligentes y otras zarandajas, gracias al cual, cuando uno cuenta una historia y exagera en algo, siempre hay quien, armado de su aparatito, te corrige: «No, no te encontraste con un león en la selva. En la fecha que dices estabas en el jardín de tu casa y apareció un gato».

Y entonces se acabó la fabulación. Sin la posibilidad del uso del embuste creativo, murió la imaginación. ¡Bienvenidos al aburrido mundo eléctrico!