A mí no me parece mal que Pedro Sánchez haya aparecido en el mitin de presidenciable con una gran bandera con la que tengo problemas de identificación emocional: es monárquica, aunque ya no sea facha. Aún así, es la bandera del país que me da el pasaporte (para poder escapar) y, por otra parte, los nacionalistas catalanes se gastan paños, percalinas, de la extensión de El Maresme, mientras el candidato del PSOE forma, con su esposa rubia, una candidatura al estilo de Al Gore, pero en más interesante: Sánchez es un moreno de verde luna y los anglos dan en lechosos y papuditos „un guapo de verdad, Paul Newman, era judío y Obama, mestizo„ aunque lo más inteligente acerca de banderas ha sido dicho por Joan Ribó: «Traed la que más os guste».

Si Cameron puede aparecer bajo una Union Jack y Hollande bajo la tricolor, no sé por qué la bandera española vigente va a ser mejor o peor. La historia de todas ellas es bastante azarosa y todas han amparado considerables tropelías, mayores cuantos más años de servicio.

Así pues, no hay que tener ni miedo ni vergüenza ante una bandera que representa, de facto, si no por tradición, valores democráticos, y eso incluye, por supuesto, a la ikurriña y a la bandera del Real Betis Balompié. De hecho, una de las muestras de inteligencia política en su grado más alto la ofreció Santiago Carrillo, el comunista de hace mil años, al aceptar la bandera monárquica. Y eso que había visto morir a miles de camaradas en guerra contra esa insignia, pero no peleaban por eso, sino por otras cosas mucho más importantes.

Un nacionalista es un señor que me da un ruido en vez de una razón: yo también me tiro pedos, pero eso no me parece algo de lo que sentirse orgulloso.