Sabía que no podría retenerlo mucho tiempo a su lado, por eso cuando se despidió no sintió dolor, o más bien no recuerda que lo sintiera. Lo vio alejarse con su mochila y no apartó la vista hasta que de un salto subió al vagón. Imaginó que era una de tantas separaciones por las vacaciones y no dejó que el tiempo vacío del futuro se le echara encima. Pasaron los días y vivió como si él nunca hubiera estado o como si perteneciera a otra vida. Nada de llamadas ni cartas nostálgicas ni promesas de regreso. Nada de te echaré de menos. Sería como una película que ya no volvería a ver.

Él era como una flecha lanzada contra el cielo. Parecía que la vida se le quedaba pequeña. Ella se acostumbró a no sentir celos y pensaba, llena de orgullo, que era la única persona que lo conocía de verdad. El cielo no era ella, podía admitir eso, pero al final de muchos días él esperaba el calor de su tacto. Y allí estaba ella entonces, como un campo de hierba lejos de todo. Podría haberle mostrado entonces las cosas que atesoraba para él: una casa, una canción, una mirada que nunca olvidará. Pero cuando llegaba el amanecer él le hablaba de Alaska y las postales del futuro se quedaban muy frías en sus manos.

Hoy le ha llegado carta suya desde muy lejos. Ha estado a punto de tirarla sin abrir, pero ya han pasado muchos años. Le ha apenado haber sabido tan poco de él desde entonces y se ha preguntado si lo reconocerá todavía en medio de ese cielo tan grande en el que los dos parecían condenados a perderse. Y ha esperado al final del día para abrirla. Le cuenta que allí el invierno es eterno, que se alejó tanto que la nieve lo cubre todo de la mañana a la noche, y que se acuerda de ella porque al amanecer siente unos dedos fríos en la piel. Pero sobre todo, dice, le escribe porque solo a ella puede contarle lo que ha aprendido y desearía olvidar.