Es curioso, yo los daba por desaparecidos, y últimamente he visto algunos por el callejero murciano; el viejo oficio de limpiabotas se ofrecía a principios de siglo, gloriosamente, en Trapería, en Murcia; en el centro de otras ciudades: en la Corredera, en Lorca, en la Calle Mayor de Cartagena. Ofrecen su servicio con una pregunta: «¿Limpia?». El último me añadió el precio: por dos euros. Y uno, a pesar de no llevar los zapatos con brillantina, no acepta el trabajo por cierta mala conciencia; siempre pareció un tanto humillante el arrodillado sacando lustre al zapato del viandante. Complejo, solo complejo. Un trabajo como otro cualquiera ejercido en el bar, en la vía pública. Debe ser cosa de la crisis que hemos desenterrado las betuneras.

En la ficción del cine amateur yo fui niño limpiabotas en la película El limpia, de 1955; las herramientas para el rodaje nos las prestó Luciano García, que era un auténtico profesional, el limpiabotas de la barbería de Los Dos Hermanos; las barberías eran el local del limpiabotas en muchos casos. Algunos de los hijos de aquel recordado buen hombre han sido, para mi suerte, como mis hermanos. Curioso, el establecimiento donde prestaba sus servicios estaba situado donde hoy la Filmoteca Regional Francisco Rabal, y luego decimos que el mundo es grande y que nuestra vida ha sido una aventura.

Limpiabotas de ficción fue Antonio de Béjar, actor y mucho más, para el programa de Alfredo Amestoy en TVE, la tele aquella única. Un día, uno de estos limpiabotas se tropezó en su camino con el pintor Manuel Avellaneda y le ofreció sus servicios: «¿Limpia?». El artista se miró los pies, el calzado, y aceptó sin preguntar precio. El limpia hizo gala de profesionalidad, con esos chasquidos típicos de cepillo y lustre en las palmas de las manos, que son como un redoble de pandero, y dejó como nuevos los zapatos del artista. «Son trescientas pesetas», pidió el limpiabotas al término del trabajo. «¿Sesenta duros?», protestó escandalizado Manolo Avellaneda. La contestación del limpia no tardó: «¿Usted me los limpiaría a mí por ese dinero?». La respuesta del pintor fue contundente: «Ahora mismo». Trato hecho, se intercambiaron los puestos y el artista dejó brillantes los zapatos del limpiabotas. Quedaron en paz.

Viejo oficio, generoso en la entrega, difícil ejercerlo con la calidad extrema de los antiguos profesionales. Los novísimos limpiabotas se han echado a la calle para buscarse el sustento, el pan nuestro de cada día, con el brillo para todos en el andamiaje de nuestros pies.