Voy camino de la plaza de toros no sé muy bien por qué. Porque la pena desde el momento mismo en que se conoció la cornada mortal por donde va es por dentro. Pero voy. Y, en contra de lo acostumbrado, lo hago bajando por la bahía para que la luz de esta su tierra inunde los acordes de un triste adiós en el pórtico del mes de las despedidas. Sin sospecharlo, se cuela en el camino las estrofas de Siete vidas: «...Y una rosa ha nacido entre mis manos/y sus púas mi sangre han derramado/sangre que brota del fondo del corazón/ Y ahora me encuentro en este lago/ recuerdos del pasado con la frente arrugada mirando la explanada/pensando en ella que me dio todo por nada». Por estas cosas que tiene el espacio interestelar, el niño de la Faraona, Antonio Flores, otro torero, un artista demasiado efímero para sacar todo lo que llevaba dentro, se ha sumado en este trayecto interior al encuentro de la figura ya sin luces de ese maestro que vio la luz a la sombra del castillo.

Las luces y las sombras de la vida, reunidas en la plaza. El sol bravío en esta época aún de unos cientos de paisanos entregados al reconocimiento de quien les transmitió emoción dentro de este plástico y controvertido oficio de matador. Y, junto a él, el lóbrego acompañamiento de unas autoridades que no fueron ni para poner a la banda a tocar el himno ni para echar mano de cualquer agrupación coral que se habría prestado encantada a poner voz a la mañana. Pero el Ayuntamiento de la ciudad del finado está para lo que está y sobrelleva como puede su propio trance. No debía olvidar, sin embargo, lo que repetían ayer algunos fieles: «¿Quién es el alicantino más conocido en el mundo, Gabriel Miró, Óscar Esplá, Manzanares, quién? Pese a múltiples intentos, este último no es ni hijo predilecto. En cambio, hay imputados que conservan su calle. Natural.